mardi, mars 30, 2010

¿Latín macarrónico o castellano de macarra? (Carta al director de El País de 22 de marzo de 2010)

Como lector que casi puede decir que aprendió, hace más de treinta años, a leer textos correctamente escritos gracias al diario que hoy usted dirige, no es ésta la primera misiva que le envío lamentando las incorrecciones o las torpezas de estilo que se publican actualmente en el mismo y señalando además la contradicción que este hecho implica cuando, un día sí y otro también, el propio diario celebra – o finge celebrar – lo buena y lo bonita que es nuestra lengua común.
Hasta hace poco, el editorial solía ser uno de los pocos artículos en los que los lectores no encontrábamos tales errores, o si los encontrábamos, eran errores de escasa monta, ya que sus anónimos autores eran tal vez los últimos miembros de la redacción que aún sabían escribir de forma medianamente correcta. Pues bien, el editorial de hoy, lunes 22 de marzo de 2010, viene a desmentir este magro consuelo, ya que se titula sorprendentemente ‘Mea grandísima culpa’, escrito así, con unas comillas sencillas (que parecen querer indicar que se trata de una cita o de una expresión foránea), y ante lo cual los lectores nos preguntamos en qué lengua estará escrito semejante título. Si es – o pretende ser – el latín del Confiteor, los más descreídos, los más ateos y tal vez hasta los más iletrados de sus lectores sabemos que allí se dice “mea maxima culpa”. Pero como “grandísima”, no sólo por la tilde, no puede ser más que castellano, habría que entender “mea” como una forma del verbo “mear” (a saber: la tercera persona singular del presente de indicativo). Pero no, no es ninguna boutade provocadora, ni menos aún exabrupto blasfematorio, sino que se trata, sin duda, de una mezcla involuntaria (por no decir: de una confusión) del “por mi gravísima (o grandísima) culpa” del Yo, pecador (en castellano más o menos postconciliar) y del citado original latino. El resultado es algo a medio camino entre el latín macarrónico y el castellano de macarra.
Eso, sólo en el título. Pero es que los lectores que, pese a todo, hayan llegado hasta el último párrafo de dicho editorial, habrán encontrado allí una antológica sarta de metáforas estupefacientes (como “vocaciones reducidas a la inanición”, “una laxitud, presa del pánico, en las ordenaciones”, “la zozobra que entraña una secularidad más compleja y exigente que nunca”, “hechos, de los que hay que exigir la cercenación [sic]”), y de expresiones semánticamente torpes (como es decir: “una reflexión que aboliera el absurdo celibato sacerdotal”, en vez de “una reflexión sobre el absurdo celibato sacerdotal que llevara a su abolición”).
Como lector que casi puede decir que aprendió a leer gracias al diario que hoy usted dirige, me temo que ésta será la última misiva que le envío lamentando las incorrecciones, etc. Basta con consultar los archivos de El País para comprobar la diferencia que media entre cómo se escribía en él hace treinta años y cómo se escribe hoy. ¿Se ha preguntado, estimado señor director, a qué se debe esta evolución regresiva de su periódico? ¿No le parece grave? ¿Y no le importa que muchos de sus lectores estemos, a causa de ello, plateándonos pasarnos a otro diario (si es que encontramos uno que se parezca, aunque sólo sea de lejos, a El País de los primeros tiempos)?
Esperando que tenga usted a bien publicar la presente en su sección de Cartas al Director, le saludo atentamente.

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