dimanche, novembre 21, 2010

Sobre la muerte de Berlanga y la edición de sus obras

“Ha muerto un genio”. “El cine español se queda huérfano”. “El genio que reinventó el cine español”… Titulares unánimes: todos somos Berlanga. Y sin embargo, tan merecidos calificativos contrastan con la calidad de los DVD de sus películas: pésimo sonido, ausencia de subtítulos, inexistencia de información contextual. Para los españoles es difícil seguir los diálogos; para los extranjeros, imposible. Entre tanto homenaje, el verdadero acto de reconocimiento sería abrir su obra al resto del mundo, remasterizando sus películas, mejorando el sonido y añadiéndoles algo tan básico como subtítulos. Los usuarios de las filmotecas del Instituto Cervantes lo agradecerían. (Manuel del Cerro, Bruselas (Bélgica), Carta al director de El País de 17 de noviembre de 2010).

Como otros admiradores del cine de Berlanga residentes fuera de España, compruebo a menudo que, en comparación con los tres o cuatro cineastas españoles que se pueden comparar con él, el autor de El verdugo es casi un perfecto desconocido fuera de nuestros pagos. Tal y como resulta inevitable en estos casos, en el momento de su fallecimiento se levanta una efímera, sospechosa y embarazosa unanimidad en torno a su obra, a su persona, a su genialidad…

Hace unos meses, a la muerte de Miguel Delibes, sus verdaderos admiradores pudieron sentir una incomodidad semejante ante la exageración en las muestras de adhesión por parte de quienes jamás se habían interesado en la obra del novelista castellano, pero al menos, como magro consuelo, podían decirse que ésta – y esto es al final lo que importa – está muy bien publicada, tanto en volúmenes separados como en una excelente edición integral, sin hablar de las numerosas traducciones. Recuerdo haberme dicho a mí mismo por entonces, y haberlo comentado con otras personas, que no había de pasar mucho tiempo antes de que asistiéramos a un espectáculo semejante a cuenta de la muerte de Berlanga, conociendo tanto su deteriorado estado de salud como su avanzada edad, sólo que en su caso, los admiradores del cineasta valenciano no podríamos consolarnos de la misma manera, ya que su obra cinematográfica estaba y seguiría estando muy mal editada.

Excusa decir que, por desgracia – doble o triplemente por desgracia –, mis previsiones no iban equivocadas: don Luis ha muerto (…es “ley de vida”), durante tres o cuatro días “todos somos Berlanga” (como dice con ironía don Manuel del Cerro, que escribe desde Bruselas quejándose precisamente de lo mismo que yo), y su obra sigue siendo muy poco conocida fuera de España y, sobre todo, estando muy mal editada dentro de ella (lo que seguramente explica en parte lo primero).

vendredi, juillet 16, 2010

Carta al director de El País de 25 de junio de 2010

El pasado 25 de junio envié al director de El País una breve carta elogiando el artículo de Santos Juliá aparecido ese día en el mismo diario. La carta era mucho más breve que de costumbre; además, en ella no parecía protestar por el contenido o el estilo de algún artículo (aunque en el fondo sí), todo lo cual tal vez explique por qué esta vez sí apareció publicada dos días más tarde, el domingo 27 (aunque amputada de la última frase y de algún adjetivo, pero seguramente quedó mejor así). Copio a continuación la carta tal como la envié.

Estimado señor director de El País,

Quiero expresar mi agradecimiento a don Santos Juliá por su magnífico artículo titulado “Duelo por la República Española”, publicado en la edición de hoy, 25 de junio de 2010. En él, el historiador no sólo demuestra su solvencia intelectual, de sobras conocida, sino también lo que es al menos igual de importante su gran sensatez cívica, su sentido de la responsabilidad. En medio de tantos autoproclamados republicanos de pura fachada, su evocación del drama de la República y su reivindicación profundamente republicana de la Transición están entre las pocas intervenciones saludables de estos últimos tiempos.

Y al propio diario El País, que desde hace algunos años ha tomado claro partido por quienes, so pretexto de ese dudosísimo invento de la “memoria histórica”, están intentado “denostar como mito y mentira” nuestra inestimable Transición, también quiero agradecerle el que, aunque sea como excepción, haya tenido a bien publicar un artículo como el del señor Juliá. Ya sé que no es el único texto a la vez bien informado y mesurado que el diario publica sobre este asunto, ya sé que ha habido algún otro, pero la verdad es que han sido muy pocos en medio de la auténtica marea de artículos y pseudo-reportajes empeñados en “arrojar al basurero de la historia” (por citar de nuevo a don Santos) el mejor capítulo, el menos triste, de la de nuestro país.

Espero no abusar de su bondad pidiéndole que tenga a bien publicar también este breve comentario.

Duelo por la República Española

Éste es el artículo de Santos Juliá al que me refería en la carta:

Duelo por la República Española

Santos Juliá

El País, 25 de junio de 2010

En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la “lógica de la historia”.

Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos y por algunos socialistas ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna “necesidad histórica” o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.

De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo esa “puñetera verdad” a la que se refiere Javier Cercas que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo. Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo , de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.

De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por ser franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución que es una conquista violenta de poder político y social solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias como se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.

Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil y ya no había a quién seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminó.

Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación? La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro.

Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Múnich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras entonces todavía con artículo y minúsculas y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.

Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojado al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia imperfecta, deficitaria, como todas sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.

mardi, mars 30, 2010

¿Latín macarrónico o castellano de macarra? (Carta al director de El País de 22 de marzo de 2010)

Como lector que casi puede decir que aprendió, hace más de treinta años, a leer textos correctamente escritos gracias al diario que hoy usted dirige, no es ésta la primera misiva que le envío lamentando las incorrecciones o las torpezas de estilo que se publican actualmente en el mismo y señalando además la contradicción que este hecho implica cuando, un día sí y otro también, el propio diario celebra – o finge celebrar – lo buena y lo bonita que es nuestra lengua común.
Hasta hace poco, el editorial solía ser uno de los pocos artículos en los que los lectores no encontrábamos tales errores, o si los encontrábamos, eran errores de escasa monta, ya que sus anónimos autores eran tal vez los últimos miembros de la redacción que aún sabían escribir de forma medianamente correcta. Pues bien, el editorial de hoy, lunes 22 de marzo de 2010, viene a desmentir este magro consuelo, ya que se titula sorprendentemente ‘Mea grandísima culpa’, escrito así, con unas comillas sencillas (que parecen querer indicar que se trata de una cita o de una expresión foránea), y ante lo cual los lectores nos preguntamos en qué lengua estará escrito semejante título. Si es – o pretende ser – el latín del Confiteor, los más descreídos, los más ateos y tal vez hasta los más iletrados de sus lectores sabemos que allí se dice “mea maxima culpa”. Pero como “grandísima”, no sólo por la tilde, no puede ser más que castellano, habría que entender “mea” como una forma del verbo “mear” (a saber: la tercera persona singular del presente de indicativo). Pero no, no es ninguna boutade provocadora, ni menos aún exabrupto blasfematorio, sino que se trata, sin duda, de una mezcla involuntaria (por no decir: de una confusión) del “por mi gravísima (o grandísima) culpa” del Yo, pecador (en castellano más o menos postconciliar) y del citado original latino. El resultado es algo a medio camino entre el latín macarrónico y el castellano de macarra.
Eso, sólo en el título. Pero es que los lectores que, pese a todo, hayan llegado hasta el último párrafo de dicho editorial, habrán encontrado allí una antológica sarta de metáforas estupefacientes (como “vocaciones reducidas a la inanición”, “una laxitud, presa del pánico, en las ordenaciones”, “la zozobra que entraña una secularidad más compleja y exigente que nunca”, “hechos, de los que hay que exigir la cercenación [sic]”), y de expresiones semánticamente torpes (como es decir: “una reflexión que aboliera el absurdo celibato sacerdotal”, en vez de “una reflexión sobre el absurdo celibato sacerdotal que llevara a su abolición”).
Como lector que casi puede decir que aprendió a leer gracias al diario que hoy usted dirige, me temo que ésta será la última misiva que le envío lamentando las incorrecciones, etc. Basta con consultar los archivos de El País para comprobar la diferencia que media entre cómo se escribía en él hace treinta años y cómo se escribe hoy. ¿Se ha preguntado, estimado señor director, a qué se debe esta evolución regresiva de su periódico? ¿No le parece grave? ¿Y no le importa que muchos de sus lectores estemos, a causa de ello, plateándonos pasarnos a otro diario (si es que encontramos uno que se parezca, aunque sólo sea de lejos, a El País de los primeros tiempos)?
Esperando que tenga usted a bien publicar la presente en su sección de Cartas al Director, le saludo atentamente.