lundi, octobre 05, 2009

Cabezonadas

“Le slogan «plus haut», «plus vite», «plus loin» a débordé le cadre des jeux. Il inspire nos politiques culturelles, alors que la culture, cet art des détours, de la vacance, des mots et des pas perdus, aurait dû être, si nous tenons à une devise : «moins haut», «moins vite», «moins loin».” (Pierre Sansot, Du bon usage de la lenteur [1988]).

“L’idéal antique était un idéal de proportion, d’harmonie, d’équilibre, de juste mesure : il n’incombait pas à l’homme de s’affranchir des règles naturelles — mais de réaliser sa nature. Ce qui caractérise, à l’inverse, le sport moderne, c’est le culte de la performance. Les Grecs vivaient dans l’élément de la nature ; nous vivons, nous, dans l’élément de l’histoire. Il n’ya d’être, à nos yeux, que provisoire : le devenir l’emporte tout. L’excellence d’aujourd’hui sera périmée. Le destin des frontières n’est pas de marquer la finitude, mais de céder devant appel de l’infinitude. À la border, c’est-à-dire la borne, les confins, la ligne de démarcation, l’Amérique oppose la frontier, c’est-à-dire le front mobil d’une expansion continue. En ce sens nous sommes tous américains : dans le sport, comme ailleurs, le spectacle de la perfection laisse la place à celui du perfectionnement continu de l’espèce humaine. Coubertin qui se voulait un homme du retour dit cette rupture en latin : «chercher à plier l’athlétisme à un régime de modération, c’est poursuivre une utopie. C’est pourquoi on lui a donné cette devise Citius. Altius. Fortius. Toujours plus vite, plus haut, plus fort, la devise de ceux qui prétendent à battre tous les records !». Ce que Coubertin ne pouvait pas prévoir, et qui nous cueille nous-mêmes à froid, c’est le virement du plus en trop. «Trop vite, trop haut, trop fort!».” (Alain Finkielkraut, Nous autres, modernes [2005]).
“Al lado de la espuria enseñanza de la historia como interés de Estado, hay que poner el cultivo escolar de los deportes, con mucha más acrisolada tradición de neto interés de Estado, agigantado hoy en día hasta un extremo nunca conocido. Una vez más, doña Esperanza Aguirre, en la ya repetida conferencia recomienda el deporte en la enseñanza, encareciéndolo nada menos que como «una excelente escuela de vida», primero porque «nos enseña a respetar un reglamento» y después porque «el deportista entrega siempre lo mejor de sí mismo sin escatimar esfuerzos ni sacrificios». Lo de que enseñe a respetar un reglamento bien se comprende en una adicta al liberalismo hayekiano, que no es capaz de imaginar más reglas que las de la pura y dura competencia, sin concebir que pueda haberlas no competitivas, como las de la lealtad, el socorro o la colaboración. Y en cuanto a que el deportista entrega lo mejor de sí mismo, ¿hay que pensar que lo mejor de uno mismo son las patadas, que es lo que entrega el más popular de los deportes? Pero, además, ¡qué «humanidades», tanto ganar, ganar, ganar!, humano no es medirse con los otros hombres, sino tratar con las cosas. Finalmente, en lo que atañe a los esfuerzos y los sacrificios, siempre me ha parecido a medias incomprensible y a medias indecente que el vacío furor de ganar por ganar les lleve a algunos a tratar su cuerpo a latigazos, como si fuese su propio caballo de carreras. «Cuando el Diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas», dice el refrán; «cuando el santo no tiene en qué pensar – parafraseo –, se desuella la espalda a zurriagazos». Y, sobre todo, tan sólo una mentalidad totalmente aberrante puede considerar educativa y «de interés nacional» una asignatura que llega a dar lugar a situaciones como la de «partido de alto riesgo».” (Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria [2002]).

Búsqueda de la excelencia

Por casualidad me encuentro hoy con un artículo firmado por el presidente del Gobierno, se supone que para presentar a la sociedad en general y a los maestros en particular su “Pacto por la educación”, pero los lectores nos quedamos sin saber lo más mínimo sobre el contenido, o los términos, de dicho “Pacto”. Eso sí, pese a lo breve que es, el autor encuentra sitio para emplear varias veces las palabras excelencia, ambición, progreso, futuro y otras por el estilo.
Contento a medias de que por segunda vez el horrendo fantasma del olimpismo se haya alejado de mi ciudad natal, y a medias descontento porque no les deseo nada malo ni a los brasileños ni a nadie, copio a continuación uno de esos textos breves de Ferlosio (¡…naturalmente!), que su autor publicó, en este caso excepcionalmente sin título, en su primera recopilación de pecios (Vendrán más años malos y nos harán más ciegos [1993]). A primera vista, se diría una reacción escandalizada ante un espectáculo de sadomasoquismo, pero no: se comprende inmediatamente que es un comentario sobre la hedionda ideología de la auto-superación, del olimpismo y de la búsqueda de la excelencia. Helo aquí:
“¿Qué es esto? El hombre se azuza a sí mismo o se pone bozal, como si fuese su propio perro; se arrea a latigazos sobre sus propias nalgas o, embridado por propia mano y propia voluntad, refrena su carrera estirándose hacia atrás las comisuras de los labios, como si fuese su propio caballo; o, en fin, si hay que clavar un clavo, se empuña por los tobillos y golpea con la nuca la cabeza del clavo, como si fuese su propio martillo. ¡María santísima, qué barbaridad!”

Carta al director de El País de 31 de agosto de 2009

Leo en la edición digital de El País de hoy, 31 de agosto de 2009, una noticia sorprendentemente titulada “Una disculpa [sic] para el matemático que cazó a los nazis”. Además de en el título, la palabra disculpa se repite otras tres veces en el cuerpo del artículo, siempre con un sentido no sólo muy diferente sino en cierto modo contrario al que esta palabra tiene. En uno de esos tres casos, se trata de la traducción, convenientemente entrecomillada, de la declaración que hace al respecto un señor británico, pero no sé, ni me interesa aquí, cuál es la palabra inglesa que en ese caso se intenta traducir por disculpa. Es muy posible que el error que aquí se comete esté ya en el original.
Una confusión puramente léxica, o terminológica, esconde casi siempre una confusión conceptual, en este caso muy grave. Y es que, aunque puede y suele pedirla el ofensor, una disculpa sólo puede otorgarla el ofendido. En este caso, el Gobierno británico actual podrá tal vez pedir disculpas por la ofensa que reconozca haber causado, o el daño que reconozca haber infligido, pero jamás podrá pronunciar, emitir o producir él mismo una disculpa si no quiere incurrir en un absurdo. Esto solo le cabe hacerlo al dañado o al ofendido, si considera, por ejemplo, que el reconocimiento de la ofensa causada o del daño infligido es suficientemente sincero y profundo, o por la razón que sea; no obstante, el ofendido también puede otorgar la disculpa incluso sin que se la hayan pedido (aunque hemos de reconocer que este caso es poco frecuente). Por otro lado, la distinción entre una simple aceptación de las disculpas pedidas y la verdadera otorgación del perdón (que serían dos de las respuestas posibles por parte del ofendido a la petición de disculpas por parte del ofensor) es muy interesante pero mucho más sutil. En cambio, la diferencia entre la disculpa que pide el ofensor y la que otorga el ofendido es crucial, y si las confundimos como en el artículo en cuestión me temo que vayamos muy desorientados y aun perdidos en un mundo de “humillados y ofendidos” – si se me permite la pedantería – como lo es especialmente el nuestro.
Otra cosa es que – hablando ya del fondo y no de la forma –, en el caso particular de que trata el artículo, resulta muy discutible que el actual Gobierno británico deba ser considerado como el ofensor de Alan Turing simplemente porque es sucesor de un Gobierno que lo condenó en 1952. Al fin y al cabo, hace ya muchos años que otro Gobierno británico (como también ha ocurrido en otros países) despenalizó las prácticas homosexuales, y hoy el atroz castigo al que se le sometió es considerado casi unánimemente como horrible, por no decir escandaloso.
Pero incluso si admitiéramos una “herencia” semejante, queda un segundo problema aún más difícil: ¿a quién debe el Gobierno británico, o quienquiera que sea, pedir disculpas por una ofensa, cometida por quienquiera que sea, cuando ya no hay ofendido que pueda concederla? ¿Y qué significan esas disculpas que ya de antemano se sabe que nunca podrán ser otorgadas?
Finalmente, el triste caso del gran matemático no fue, por desgracia, más que uno entre probablemente cientos o miles sólo en el Reino Unido, y la gran mayoría afectaron a personas por así decir anónimas y desprovistas de los grandes méritos de Turing que nos recuerda el artículo (méritos científicos y patrióticos que tampoco hay que confundir), por eso se pregunta uno por qué no se pide la rehabilitación para todos. Pero, mucho más sencillo, por qué no se considera que la despenalización de las prácticas homosexuales (en el Reino Unido y, felizmente, en la mayoría de los países) presupone, implícitamente, la rehabilitación póstuma de quienes sufrieron la injusticia de las leyes que penalizaban dichas prácticas. Y si se me permite expresar mi sentimiento al respecto, el caso de Alan Turing, con total independencia de sus méritos científicos y patrióticos, me lleva a sentir compasión por su suerte y la de quienes sufrieron como él, pero no creo que deba dejarme llevar por la tentación de la indignación, casi siempre mala consejera, pero tentación y práctica que tanto gustan a nuestros contemporáneos.
Esperando que pueda usted publicar la presente en su sección de Cartas al Director, le saludo atentamente.

lundi, septembre 14, 2009

Otra carta al director de El País (no publicada) del 10 de diciembre de 2008

Estimado señor director de El País,
No es la primera vez que me dirijo a usted para hacerle partícipe de mi parecer sobre el contenido y, en especial, sobre la forma de algún artículo publicado en el diario que usted dirige.
En relación con la noticia de la aparición en librerías del Nuevo tesoro lexicográfico del español, publicada en la edición digital de El País de hoy, 10 de diciembre de 2008, observo que, en el recuadro reservado a lo que llaman “cobertura completa”, aparece, junto a la ministra de Educación, doña Mercedes Cabrera, y aun precediéndola, el escritor Antonio Muñoz Molina, de quien no se habla en el artículo, y no el ministro de Cultura, de quien sí se habla en el mismo, pero que comparte con el colaborador habitual de El País uno de los apellidos y que por cierto fue no hace mucho su superior en el Instituto Cervantes (en el cuerpo del artículo se lo llama César Antonio de [sic] Molina). Además, en una instantánea tomada por Manuel Escalera que ilustra la noticia se ve al director de la RAE, don Víctor García de la Concha, de pie en el centro leyendo un discurso, pero en su pie de foto sólo se menciona a los dos ministros que aparecen a la izquierda de la imagen.
Vaya por delante que no tengo nada en contra del autor de Sefarad, que es, al contrario, uno de mis columnistas preferidos, y estoy seguro de que él habrá sentido cierto embarazo al verse mencionar en una noticia en la que él no tenía parte alguna, y además precediendo a la señora ministra. En la confusión de su nombre con el del ministro del ramo (que por cierto no es santo de mi devoción, pero precisamente esto es indiferente), en la triple indelicadeza que supone colocar el nombre de un colaborador de la casa (aun cuando no hubiese habido error) por delante del de una ministra, y finalmente en el olvido de mencionar al director de la RAE al pie de una foto en la que éste ocupa la parte central (donde no se sabe si el que lo ha redactado lo conoce, y que para un lector no enterado podría resultar equívoco), yo leo, o interpreto, una prueba más de la desidia con la que se ha redactado y ultimado la noticia.
Ni siquiera voy a comentar el cuerpo del artículo mismo, que más parece pergeñado por un especialista en récords, ni el infecto patrioterismo que es casi lo único que se añade a las cifras… Esto que acabo de hacer se llama, como todo el mundo sabe, una preterición, puesto que en la misma frase hago lo que empiezo diciendo que no voy a hacer. Pero es que utilizar el patrioterismo y la autosatisfacción cada vez que se habla de la lengua, haciendo creer que la lengua le importa aún, aunque sólo sea un poco, a alguien, al mismo tiempo que precisamente a la lengua se la maltrata, se la descuida, se la ignora supina, soberanamente, es algo ante lo cual algunos de sus lectores no podemos dejar de reaccionar. Basta con leer los archivos de su propio periódico – felizmente consultables de forma gratuita – para darse cuenta de la diferencia que media entre cómo se escribía hace treinta, incluso veinte años, y cómo se escribe hoy.
Dejen de fingir que les importa la lengua cada vez que se inaugura una nueva sede del Instituto Cervantes, o cada vez que la Academia publica una gramática o un compendio lexicográfico, y hagan el favor de demostrar con los hechos, o al menos con las actitudes, que hay un mínimo de sinceridad en semejante interés, es decir, preocúpense de verdad de la corrección léxica y sintáctica de los textos que publican y, en cuanto a los contenidos, eviten especialmente las estúpidas y sonrojantes tentaciones patrioteras.
Agradeciéndole de antemano que tenga a bien publicar este texto en su sección de cartas al director, me despido atentamente.

jeudi, janvier 22, 2009

Cuatro de entre dos docenas de pecios bien frescos

Puesto que los ocho « Sueltos de la libreta » que aparecieron en ABC lo son, hacía ya unos tres años y medio que Ferlosio no publicaba ningún pecio, cuando en el diario El País de hoy ha aparecido una nueva hornada. En la mayoría de estas veinticuatro anotaciones Ferlosio vuelve sobre sus temas de siempre, pero algunos de ellos son verdaderamente muy recientes, por ejemplo los titulados “(Obama 2009)” (ya en el texto que escribió para la contraportada de sus Apuntes de polemología, él explicó, refiriéndose precisamente al nuevo presidente, por qué en el último momento había decidido titularlos God & Gun), o “(Creyentes en la inexistencia)”. (Por cierto que sobre este último asunto, o sea lo del ateísmo publicitado en los autobuses, tengo ganas de tener tiempo y ganas de dejar algo anotado).
De estas dos docenas, transcribo aquí, nada más leerlos, cuatro “ejemplares” (en los varios sentidos de esta palabra). El titulado “(Heraclio)” todavía no sé por qué se titula así; en todo caso, todos tratan de asuntos ferlosianos. Helos aquí:

(El gran comodín). Esa noción de “el Mal”, extrapolada, encarnada y proyectada en el mundo con jerarquía de Ente, es tan falsa y fraudulenta como la pócima amarilla, sebosa y pegajosa a la que en el famoso “Processo degli untori” se atribuyó la peste de Milán, cuando pasaban por esta ciudad multitud de personas, sobre todo lansquenetes, que huían de la epidemia de peste extendida al norte de los Alpes. Cuando oigo la palabra el Mal, ontológicamente enfatizada, me digo: “Ya está ahí la purga de Benito, se ha terminado la averiguación”. Es el gran comodín ideológico, exorcismo de urgencia para cualquier vacilación moral.

(Anacarsis) Cada vez más ejemplarmente piadosa resulta hoy en día la respuesta del escita Anacarsis, que visitó Atenas en tiempos de Solón, cuando los atenienses le preguntaban que por qué no tenía hijos: “Por amor a los niños”.

(Predestinación) Se podría configurar un principium idiuiduationis en que el constituyente definitivo fuese el destino. La fábula es así: “Ha de haber para ti un lugar vacío en el infierno; el Criador lo formó como la celda de un panal el día en que naciste, o mucho antes, si es que antes te pensó. La celda te está destinada, lo que quiere decir que espera que la llenes con tu cuerpo mientras Nuestra Señora no te salve de acabar en ella”. El cielo es todo cielo, no hay lugares, panales ni alveolos; por eso no es Destino, es Salvación. Salvación respecto del destino, tal como pretendía Walter Benjamin.

(Heraclio) Hace ya muchos años, yendo yo por los campos y dehesas que desde la carretera de Piedralaves hacia Pedro Bernardo y Arenas de San Pedro van bajando, ondulantes, hasta la orilla derecha del Tiétar, vi que me seguía, como a unos 10 o 12 metros de distancia, sin tratar de alcanzarme, un perro grande, un mastín, que arrastraba un trozo de cuerda que traía atado al cuello. Era, evidentemente, un perro ahorcado, que con su peso había roto la cuerda y había salvado la vida. ¿Qué vida? Aquel andar tan cansado, con la cabeza baja, aquellos ojos tristes y como entrevelados, ¿podían ser todavía la vida? La confianza en que aún alguien en el mundo lo acogiese la traía ya tan disminuida que se me fue quedando lentamente atrás hasta perderme de vista.