mardi, novembre 13, 2007

Autrement

― Dime, ¿tú qué odias?

― Nada.

―¿Nada?

― Bueno, sí, el odio.

―¿Nada más?

― Y el tener que odiar.

[Adaptado de Günther Anders]

lundi, octobre 22, 2007

Carta al director de El País del 16 de octubre de 2007

A raíz de la polémica suscitada por la decisión de la Generalitat de Cataluña de enviar a la Feria del Libro de Frankfurt, dedicada en esta ocasión a Cataluña, exclusivamente a escritores que representan a la literatura en lengua catalana, don José Rosiñol Lorenzo dice, en su carta al director publicada el pasado 15 de octubre, que “una discusión acerca de qué se entiende por cultura es lo más parecido a [...] una discusión bizantina; hay multitud de definiciones al respecto.” Aparte de que yo, en principio, estoy bastante a favor de las “discusiones bizantinas”, de las “disquisiciones escolásticas”, de los interminables “comentarios talmúdicos”, y hasta de la “casuística jesuítica” (todos ellos términos que, para mí, no tienen por qué ser necesariamente peyorativos), permítaseme expresar un punto de vista bastante diferente respecto de esta discusión en particular.
Me parece a mí que una discusión sobre qué “se entiende” por tal o cual noción, a lo sumo, y en algún caso, podrá resultar aburrida, o poco interesante, pero en general no ha de ser más que saludable, muy en particular cuando lo que se trata de esclarecer es algo tan importante, objetiva y subjetivamente, como la noción de cultura. La subjetividad, por supuesto, no debe ser ignorada en éste como en muchos otros casos, pero esto no nos autoriza a soñar, o a imaginarnos, que cada cual puede entender por cultura (o por cualquier otra verdadera “noción” de algo) lo que mejor le parezca; quiero decir que, objetivamente hablando, no creo que haya una “multitud de definiciones al respecto”, sino como mucho cuatro o cinco. El que los interesados expliciten, lo mejor que puedan, en qué sentido toman el término de cultura –por ejemplo, en el caso que motivó esos comentarios, cuando se refieren a la “cultura catalana”– no veo por qué puede dejar de ser beneficioso para el mutuo entendimiento.
Pero sobre todo me llama la atención que nuestro lector considere que si en dicha discusión “también incluimos [...] el tema de la lengua, nos convertiremos en vociferantes defensores de tomas de postura y de juicios de valor.” Tímidamente digo que “me llama la atención”, pero lo que en realidad pienso es que este juicio del señor Rosiñol es muy significativo (o –con expresión más fea– sintomático) de las formas que ha ido tomando la discusión en nuestro país en las últimas décadas, y muy especialmente en los últimos años.
Más o menos etimológicamente, “discutir” vendría a valer por discurrir, argumentar o, simplemente, hablar acerca de algo, y sin embargo, de hecho, se ha vuelto un equivalente de disputarse, o hasta de pelearse. ¿Por qué, para defender “tomas de postura” o “jucios de valor”, habría necesariamente que vociferar? ¿Por qué este adjetivo “vociferante” parece venir él solito tan pronto como es cuestión –qué casualidad– precisamente de la lengua? ¿Por qué tantos de nuestros compatriotas sienten hoy esa especie de fobia (que a veces es miedo, otras odio, a menudo ambas cosas) ante la discusión, ante la perspectiva de que cada cual explique sus ideas, su “tomas de postura”, sus “jucios de valor”? ¿Por qué tantas ganas de imponerse cueste lo que cueste, y a la vez esa insuperable pereza ante la idea misma de disponerse a discutir tranquilamente pero de verdad ? ¿Por qué, en fin, esa indisposición moral para el libre y desapasionado examen de los asuntos?
A propósito precisamente de “ética de la discusión” (sobre la que, con mayor o menor acierto, ha venido teorizando Jürgen Habermas desde los años setenta), quisiera aprovechar para recordar que, como todos deberíamos saber, el mejor ejemplo práctico, real y concreto de esas “teorías del consenso”, casi como si se las hubiera querido aplicar avant la lettre, no fue otro que el de nuestra transición, la cual cada día que pasa se nos aparece más como un prodigio irrepetible. Y, en el mismo viaje, pregunto si no deberíamos estar aunque sólo sea un poquito agradecidos por alguna cosa que hicieron (o en la que colaboraron decisiva, crucialmente) don Adolfo y don Juan Carlos.

mercredi, octobre 03, 2007

Secuestrados

Pour saluer Cercle, le livre de Yannick Haenel

Si parla italiano
Una noche estaba sentado en un banco, presa de violentos dolores. En otro, enfrente del mío, tomaron asiento dos muchachas. Parecían querer decirse cosas íntimas y empezaron a cuchichear. Fuera de mí no había nadie en las inmediaciones, y, por muy alto que hubieran hablado, yo no habría entendido su italiano. Pero el caso es que frente a ese bisbiseo inmotivado en una lengua para mí inaccesible, no pude librarme de la sensación de que me estaban aplicando un vendaje fresco en la zona dolorida.
(Walter Benjamin, Dirección única, Alfaguara, 1987, pp. 84-85)

Musique de sirènes
Katy et Lizzie, ainsi s’appelaient les deux créatures qui planaient autour de moi, et je crois pouvoir dire que j’ai rarement été aussi heureux que cette nuit-là, sous leur sauvegarde. Des choses du quotidien dont elles s’entretenaient, je ne comprenais pas un traître mot. Je n’entendais que des sonorités montantes et descendantes, des modulations naturelles, comme celles qui s’échappent de la gorge des certains oiseaux, une harmonie parfaite de notes tintantes ou flûtées, mi-musique des anges, mi-chant de sirènes.
(W. G. Sebald, Les Anneaux de Saturne, Gallimard, « folio », 2003, pp. 31-32)

Éloge du loin
Dans la source de tes yeux
Vivent les filets des pêcheurs des mers devenues folles
Dans la source de tes yeux la mer tient sa promesse
Plus noir que dans le noir, je suis encore plus nu
Je suis toi, quand moi je suis moi
Dans la source de tes yeux j’erre et je rêve de pillage
Dans la source de tes yeux
Un pendu étrangle la corde
(Paul Celan, Lob der Ferne, Mohn und Gedächtnis, 1952)

Amnesia

Alguna vez acertamos a percibir todo esto no como un castigo desligado de cualquier culpa, no, sino, al contrario, como un premio sin relación con mérito alguno. Sólo que aquel sentimiento hoy es como un rostro cuyas facciones se han difuminado, como un nombre bien sonoro cuyas sílabas se han perdido, como una melodía cuyo eco sigue alejándose indefinidamente. [10-07-2007]

jeudi, juin 07, 2007

Carta al director de El País, del 31 de mayo de 2007

Después de leer el breve « “Nos tienen fobia” », publicado en la sección deportiva de hoy jueves 31 de mayo de 2007, me doy cuenta de que, como me imaginaba, su título no se corresponde con su contenido. Tanto Rafael Nadal (“En Francia siempre me tratan muy bien”), como Sergi Bruguera (“nunca sentí que me pitaran, siempre iban a favor mío. Es un público entendido en tenis”) y Arantxa Sánchez Vicario (que “reservó plaza entre los favoritos del público” y que “sólo vivió una noche de silbidos”) coinciden en haber tenido buenas experiencias con el público francés. Es verdad que Bruguera cree que los franceses “deben de estar cansados de que siempre ganen españoles” – en realidad de lo que están cansados los franceses es de que nunca (… desde 1983) ganen ellos –, mientras que sólo Arantxa piensa que “a los españoles nos tienen un poco de fobia porque siempre ganamos”.
¿Por qué entonces ese título, “Nos tienen fobia”, que no resume en absoluto la opinión general de los tres deportistas entrevistados? En mi opinión, la única explicación es que dicho título simplemente coincide con un prejuicio bastante extendido según el cual los franceses desprecian, o incluso detestan, a los españoles. Prejuicio que, por cierto, es uno de los más absurdos y más alejados de la realidad que quepa albergar. J. J. Mateo, autor del breve, tal vez no sepa que los franceses en general no sólo no desprecian en absoluto, sino que adoran España y a los españoles, como le podríamos confirmar todos los que vivimos aquí, pero esto pocos españoles de ahí están dispuestos a creerlo. Pero lo que sí debería haber hecho el citado periodista es releer las declaraciones que él mismo ha recogido y – si no es mucho pedir – concluir que, por extraño que parezca, la actitud del público francés ha sido siempre favorable a los tres campeones españoles, aunque el titular que entonces debería elegir desmienta el arraigado prejuicio anti-francés de la mayoría de los españoles.

lundi, février 12, 2007

Les six plus belles minutes de l’histoire du cinéma

Sancho Pança entre dans le cinéma d’une ville de province. Il cherche Don Quichotte. Il le trouve assis à l’écart qui fixe l’écran. La salle est presque pleine, le balcon, qui ressemble à une énorme loge, est tout entier occupé par des enfants turbulents. Sancho essaie plusieurs fois de rejoindre Don Quichotte. En vain. Il s’assoit à contrecœur dans la salle, près d’une petite fille (Dulcinée ?) qui lui offre une sucette. Le film a déjà commencé : c’est un film en costumes ; sur l’écran on voit courir des cavaliers en armes. Soudain apparaît une femme. Elle est menacée. Don Quichotte se dresse d’un coup, dégaine son épée, se jette contre l’écran et commence à lacérer la toile. On voit encore la femme et les cavaliers sur l’écran, mais la déchirure noire causée par l’épée de Don Quichotte ne cesse de s’élargir et dévore les images de manière implacable. À la fin, il ne reste plus rien de l’écran : on aperçoit seulement la structure de bois qui le soutenait. Le public, indigné, quitte la salle, mais depuis la loge, les enfants encouragent fanatiquement Don Quichotte. Seule la petite fille dans la salle le fixe avec un air de réprobation.
Que faire de nos imaginations ? Les aimer et y croire jusqu’au point de les détruire, de les falsifier (c’est là, peut-être, les sens du cinéma d’Orson Welles). Mais ce n’est que quand elles finissent par se révéler vides et inexaucées, quand elles nous montrent le néant qui les constitue, que nous pouvons racheter le prix de leur vérité et comprendre que Dulcinée –que nous avons sauvée– ne peut pas nous aimer.

© Giorgio Agamben, Profanations (traduit de l’italien par Martin Rueff,
Petite Bibliothèque Rivages Poche, n° 549, 2006, pp.123-124).

Aux échecs

…Échouer à dire le propre d’autrui
tout en suscitant son ombre
(Richard Millet)
Ses amis l’appelaient, et l’appellent toujours, Fischer ; il m’a appris, lorsque j’avais huit ou neuf ans, les règles basiques du jeu et m’a offert son exemplaire des Lecciones de ajedrez du plus légendaire des Grands Maîtres Internationaux (un Américain aux origines vaguement juives, Bobby de son prénom), à qui mon oncle devait un sobriquet que ma grand-mère détestait parce que, disait-elle, Juan Antonio est un bien beau prénom. C’est lui que, le mois d’octobre dernier, je suis allé voir un week-end à Paris, où lui et sa femme s’étaient rendus pour célébrer leurs vingt-cinq ans de mariés.
Le mince volume Petit éloge d’un solitaire, dont la couverture montre précisément un morceau d’échiquier et quelques pièces –un pion blanc entouré de noirs–, vient d’être publié par un exact contemporain, à quelques jours près, de mon oncle.
Bref séjour avec les vivants est l’heureux titre d’un livre de la Bayonnaise Marie Darrieussecq paru en 2001 ; Ma vie parmi les ombres, de 2003, celui du plus long roman de Richard Millet, semble valoir aussi, sinon pour l’ensemble, du moins pour une bonne partie de l’œuvre du Corrézien, dont ce Petit éloge d’un solitaire ne ferait qu’un chapitre. Je vous laisse prendre connaissance avec le Toulousain Germain Millet, ou plutôt avec les efforts de son petit-fils, qui tente là presque en vain de l’évoquer –si ce n’est d’en convoquer l’ombre.