mardi, avril 15, 2014

Tricolor del 31

Hace unas semanas, me encontré en los periódicos con la noticia de que se había organizado una manifestación llamada “marchas por la dignidad”. Resulta que yo estoy en contra de la indignación ya en general, pero sobre todo de “los-indignados” cuasi-profesionales, idea a la que (puestos a simplificar las cosas por medio de eslóganes) opongo o contrapongo yo la realidad de la dignidad (sólo que hay que merecerla, no vale de nada autoproclamarla). Por esta razón, al leer el nombre de la manifestación, por un momento me puse contentísimo: “¡por fin se dan cuenta de que lo importante es la dignidad!”, me dije. Pero luego, al ver las fotos, reparé en que no había ni una sola bandera española (ni falta que hace, por otra parte), lo que me confirmó la sospecha de que en … (y aquí habría que escribir por ejemplo aquel extraño signo o símbolo que se inventó “el-cantante-antes-llamado-Prince”, ya que así es como lo leían los periodistas enterados), en fin, en “la-nación-de-naciones”, España (o lo que aquí somos los últimos en llamar aún “España”) es fea, mala, tonta e indigna (facha, franquista, fascista, borbonista..., todo eso es o viene a ser lo mismo, según parece). Y, claro, en estas condiciones nadie, lo que se dice nadie, quiere ser español ni formar parte de España, ni pronunciar siquiera la palabra. Insisto en que a mí no me hacía ninguna falta la menor rojigualda, lo que pasa es que eso sí, banderas las había a miríadas, muchas más que carteles (unos cuantos con las justísimas (en el doble sentido) frases contra los recortes y, sobre todo, autoproclamaciones de dignidad): banderas republicanas de 1931 unas, autonómicas otras y la mayoría independentistas, las conocidas “esteladas” en sus diferentes versiones, las independentistas andaluzas que he descubierto y otras independentistas que aún no he identificado (por cierto, una que es como la de Dinamarca, pero estrellada, ¿de qué nación soberana es?), etc. En una palabra, una auténtica vexilomanía u obsesión banderil. Y nadie parecía darse cuenta que todo lo que había allí, entre tanta tricolor del 31, eran contradictorios “nacionalismos pre-revolucionarios” o vetero-regimentales (cuando la idea y la realidad de nación y de ciudadano son posteriores al Antiguo Régimen, donde sólo había súbditos y soberanos), nacionalismos pre-ilustrados (que es lo mínimo que se puede decir), pre-modernos, pre-democráticos (cuando, a mi parecer, sólo la idea y la realidad de España representa y significa algo moderadamente (y por supuesto mejorablemente) moderno, ilustrado, democrático o como usted quiera llamarlo): Celtas, Tartesios, Carpetovetónicos, Al-Andalusíes y súbditos de Carlomagno…, Elegebetíes de bandera arcoíris, ridículos nacionalismos, taifas, en fin, vacíos de contenido, pero nacidos todos, regados y criados en “la-innombrable” y definidos por el sacro horror a ésta.
En esas condiciones, me resulta casi imposible encontrarle, hoy por hoy, mucha simpatía a la idea de república del 31. Y de veras que lo siento.





vendredi, juillet 12, 2013

Pensamientos navarros



Lo que sigue es un texto un poco largo que escribí hace dos o tres años para explicar por qué estaba (y sigo estando) en contra de la noción de “Memoria Histórica”, de la que tanto se hablaba por entonces. El motivo fue una breve polémica entre Vicenç Navarro y el historiador Santos Juliá.

He leído rápidamente el artículo que me envías de Vicenç Navarro, al que conozco de nombre porque ha escrito alguna vez en El País, que es mi principal fuente de informaciones sobre lo que pasa en España. Veo que la idea que ese señor se hace de la Transición coincide, casi punto por punto, con la versión oficial de dicho periódico y del PSOE, principales promotores de la Ley de la Memoria Histórica y de todo el movimiento que la acompaña. Dejando aparte lo que dice sobre la persona de Santos Juliá (a pesar de lo gravísima que es esa cosa tan increíblemente mezquina sobre si fue sacerdote, o hijo de franquistas…), prácticamente no estoy de acuerdo con nada de lo que dice. Santos Juliá es (junto con Savater, Pradera, Marías y tal vez Muñoz Molina) uno de los poquísimos colaboradores de El País que expresan sus reservas con la verdad oficial de la Ley de Memoria Histórica, mientras que Vicenç Navarro es uno más de los numerosos seguidores de dicha corriente dominante. [Curiosísimamente, todo lo que dice en su artículo acerca de Santos Juliá (y que por lo poco que yo sé, me parece casi enteramente falso), se le podría aplicar a él (especialmente lo que él llama “flaqueza analítica”), y todo lo que dice acerca de la versión de la Guerra Civil que supuestamente ha dominado durante la Transición, a la que él dice que se debería por fin reconocer como verdadera.]
Creo que sabes – o que te imaginas – que, por mi parte, soy aún más crítico, si cabe, con la Ley de Memoria Histórica de lo que pueda serlo Santos Juliá; quiero decir que estoy en descuerdo no sólo con la Ley de Memoria Histórica (que podrá tener algún aspecto positivo aislado), sino también con toda la carga de deslegitimación de la Transición que o ya tiene o le añaden tantos autodenominados republicanos que sólo lo son de fachada. Y, sobre todo, estoy en descuerdo con ese estúpido afán revanchista por reabrir las heridas que ya estaban cicatrizadas – y muy bien cicatrizadas – y por desenterrar a unos muertos que ya no son ni siquiera cadáveres, sino restos de trozos de huesos; y, en definitiva, estoy en desacuerdo con la utilización política de la historia, y además de una historia simplista, de buenos y malos, absolutamente impropia de intelectuales, de historiadores y de catedráticos de ciencia política (como don Vicenç entre muchos otros), y más bien propia de quienes no tienen argumentos de venta para diferenciarse de sus tristes competidores en el mercado politiquero.
Hace años que me interesa el asunto, lo cual es algo casi inevitable en una persona de nuestra generación, que, como quien dice, vivimos la Transición muy de cerca, aunque no la protagonizáramos; y, luego, en mi caso particular, el hecho de ver a España desde fuera me vuelve tal vez más sensible ante las justicias o las injusticias que se puedan cometer con ese pasado reciente (bueno, esto es naturalmente una manera de hablar, ya que justicias e injusticias se cometen con las personas, no con el pasado). 
Intentaré ser breve, pero no sé si voy a conseguirlo.
Para empezar, lo que me puso la mosca detrás de la oreja fue la propia expresión de “memoria histórica”, que a mí me parece totalmente falaz. Yo creo que estar atento a la manera en que le suena a uno una nueva fórmula que inventan los políticos o los periodistas es una buena forma de encarar los asuntos, quizá no la única ni la mejor, pero no peor que muchas otras. En todo caso, tengo la convicción de que cuando una expresión te chirría en los oídos es que hay gato encerrado y conviene intentar averiguar qué es lo que pasa.
[No es, por cierto, la primera vez que me ocurre algo así; por ejemplo, tengo anotado, entre otros, el caso de la expresión “ley de uniones (o de parejas) de hecho”, en la cual se transgrede o se ignora la oposición básica entre “de iure” y “de facto”, entre lo que es por ley y lo que es de hecho. Si se mezclan… como que se corta la mahonesa: no puede resultar nada bueno. Esto es algo que remonta al “siglo pasado” (como dice ahora todo el mundo, pero a mí me saca de quicio), o sea a los años 1994-95, como quien dice el Pleistoceno. Aquella iniciativa legislativa para mí era acertada (siempre y cuando quedase reservada a las parejas homosexuales estables que quisieran acogerse a ella, que eran las únicas personas que podían sufrir agravio objetivo), pero el hecho de que se utilizara una expresión tan desafortunada como la señalada ya me resultaba sospechoso de algún tipo de fraude. Inmediatamente caí en la cuenta de cómo había empezado aquello. Acuérdate de que, poco antes, los ayuntamientos gobernados por Izquierda Unida comenzaron a elaborar unas listas en las que podían apuntarse las parejas heterosexuales de exquisitos que ni querían casarse por la Iglesia, como si fueran repugnantes pepistas o peperos o como se diga, ni por lo civil, como vulgares sociatas, pero tampoco, como piojosos anarquistas, arrejuntarse en parejas libres, sin papeles; estos caprichosos, digo, ya podían, gracias a dichas listas, inscribirse y figurar y existir y, en fin, darse importancia como víctimas de no sé qué fantástica injusticia. Esas listas prepararon el terreno a la llamada Ley de uniones de hecho que se aprobó en 1996 y que fue el último texto legislativo de cierta importancia que se aprobó durante la última legislatura de Felipe González, y que no hacía más que añadir una disposición legal totalmente superflua e innecesaria.]
Pero volviendo a lo de la Memoria Histórica, todo empezó muy exactamente por aquellas semanas de la Cumbre de las Azores, uno de los momentos más tristes de los últimos treinta o cuarenta años. A pesar de la gravedad inaudita de la decisión de Aznar (que no hace falta recordar aquí) y de las multitudinarias manifestaciones que se organizaron en contra de la misma, la mayoría de los españoles estaba obnubilada por la bonanza económica de aquellos años y el PSOE seguía sin tener posibilidades electorales creíbles.
Se pregunta uno qué es lo que le pasaba al PSOE de aquellos años, que intentó encontrar un líder de sustitución en las personas de Borrell y luego de Almunia. Ahora ya sabemos que el actual [enero de 2011] presidente del Gobierno es tan incapaz, lo que se dice tan incapaz que, a su lado, incluso un tipo como Aznar (dejando aparte, por supuesto, el crimen internacional que se decidió en las Azores) parece casi de fiar. Ya se echa de ver si la cosa estará “malita”, como se dice. Sin embargo, por entonces Zapatero era un perfecto desconocido. Y el hecho es que, antes de los atentados de Atocha, las encuestas sólo dudaban de si Rajoy renovaría la mayoría absoluta que había obtenido Aznar en 2000, o si la perdería y tendría que buscar apoyos parlamentarios, como había tenido que hacer el propio Aznar durante su primera legislatura, pero ningún sondeo predecía otra cosa.
Por lo demás, yo tengo al PSOE de la época de Felipe González y de sus superministros Boyer, Solchaga y Solbes como principal responsable de la conversión de la sociedad española al pragmatismo rampante y al totalitarismo economicista (mentalidad de origen angloamericano, ya suficientemente pervertida entre ellos, pero totalmente extraña a la milenaria cultura española) y que es la única explicación del embobamiento de tantos españoles con la política de Aznar. Utilizo a propósito la palabra “conversión”, que habla de una actitud religiosa y, por lo tanto, teñida de irracionalismo. Y la considero justificada al observar la manera en que a la mayoría de los españoles de hoy les parece que todo (todo: los nacionalismos, las guerras, los más variados comportamientos de las personas, el arte, el idioma, la religión, qué sé yo), todo se explica por el llamado cálculo egoísta. Pero sobre esta desgracia no me extenderé aquí.
En todo caso, el rápido abandono de todos los fundamentos de lo que ha sido durante más de un siglo y medio el pensamiento de izquierdas (a saber: la crítica profunda de la dominación y, en particular, de la dominación económica) ha dejado intelectualmente en cueros a los partidos políticos que se siguen autodenominando como tales, así como a sus simpatizantes. Y no sólo intelectualmente en cueros (que es lo principal y lo más grave), sino también incapaces de diferenciarse de manera visible de sus adversarios políticos, o simples competidores en el mercado politiquero (que es donde a ellos les pica). Ésta me parece ser la triste realidad.
La simpatía – a veces un poco vergonzosa, pero en el fondo nunca desmentida – por los folklorismos nacionalistas y la colaboración con los mismos han sido, por supuesto, la peor y la más horrenda de las traiciones (ya que si hay algo que no es de izquierdas son los nacionalismos y especialmente los folklóricos), subterfugios por medio de los cuales, ya desde hace treinta años, estos partidos han pretendido subvenir a la falta de contenidos. Más reciente y – al menos en apariencia – menos grave, ha sido la elección de nuevas causas para “renovar” el “mensaje” o la “imagen de marca” de estos partidos ya totalmente desorientados: la de los feminismos, la de la ecología, la del multiculturalismo o, en fin, la causa de la homosexualidad. Cada una de ellas podrá merecernos la consideración que sea, pero sencillamente no son ni de izquierdas ni de derechas, sino asuntos que en la jerga de hoy tal vez se llamarían transversales. Quiero decir que pueden ser defendidos por unos y/o por otros y que, por lo tanto, es perfectamente posible que una persona que por lo demás tiene ideas de izquierdas pueda, respecto de uno de esos asuntos, coincidir con otra persona que tiene ideas de derechas, más bien que con alguien de su campo político, y viceversa. Todas estas “nuevas causas” que la izquierda a la deriva ha abrazado (pese al interés que tal vez puedan tener en sí) quedan, a mi juicio, fuera de la política en sentido estricto, es decir, entendida como confrontación seria entre dos visiones de la sociedad y, en particular, como valoración positiva o negativa de la dominación económica; y a mí me parece muy grave que hayan venido a sustituir completamente a las causas tradicionales. Es verdad que, en cierto modo, todo o casi todo es política, entendida ésta en un sentido muy amplio, pero esta última acepción es tan vaga que en realidad estamos por así decir “aguando” la verdadera política y, lo que es peor, de manera totalmente inconsciente. Por ejemplo, muchos políticos se consideran muy de izquierdas por atender a las reivindicaciones de un lobby que pretende, sin la más mínima legitimidad, representar a todos los homosexuales, y por la misma razón consideran muy de derechas (peor aún, como homófobos) a cualquiera que ose poner objeciones a dicha decisión. En el fondo, considera que ser de derechas y ser homófobo vienen a ser lo mismo. Éste es el nivel de inteligencia al que hemos descendido.       
Ese contexto de impotencia política de la autodenominada izquierda es el que rodea el momento preciso en que, de pronto, empezaron a surgir, como champiñones tras un chaparrón, unas autodenominadas “asociaciones de víctimas” que se pusieron a contactar a los hijos y especialmente a los nietos de los muertos de la guerra civil, para convencerlos de que la Transición había cometido una gravísima injusticia con ellos porque la Transición, en definitiva, según eso, había sido una obra de la derecha franquista, por no decir fascista. De pronto, sesenta y cinco años después, buscar las fosas comunes y “los cuerpos” (por utilizar otro tonto anglicismo a la moda) de los desaparecidos se convertía en una urgencia. Esas asociaciones y el discurso de quienes azuzaron a las familias calaron muy pronto en El País (y seguramente también en otros medios) y prepararon el terreno a lo que luego sería la versión oficial de los campeones de la “memoria histórica”, algunos de los cuales son demasiado jóvenes y no han conocido aquellos años, y por eso se les puede dar alguna disculpa, pero otros muchos, como Zapatero, sí vivieron la Transición pero simplemente no se acuerdan o no quieren acordarse.     
Uno de mis refranes castellanos preferidos es el que dice: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Esto se lo aplico yo aquí a todos aquellos a los que se les llena la boca con la palabra memoria, y que luego resultan estar totalmente, pero lo que se dice totalmente desmemoriados. Por lo demás, a mí la memoria me parece una cosa casi totalmente incompatible con la historia, por eso digo que “la memoria histórica” es como lo que decía Pío Baroja del Pensamiento Navarro: “o es pensamiento, o es navarro”, no podía ser las dos cosas (el impío don Pío se refería, claro está, al rotativo carlista que lucía ese título, no a la debilidad de las neuronas pamplonicas). Por mi parte, me abstendré de hacer a mi vez juegos de palabras con el apellido de don Vicenç.
Luego definiré lo que creo que se puede entender por memoria y por historia e intentaré demostrar por qué considero que son casi totalmente incompatibles.
Lo que ocurre es que una de las pocas veces en que la memoria es fiable, su testimonio viene a contradecir las fuertes afirmaciones del señor Navarro y de sus numerosos correligionarios. Algunos ejemplos entre muchísimos posibles. En el año académico 1979-80, yo cursaba 8° de EGB y el libro de texto de Historia de España que utilizábamos, que era de Anaya o tal vez de Santillana (las dos editoriales hegemónicas en el sector del libro escolar) y que llegaba hasta la Constitución Española de 1978 (y aquello era pocos meses después de su aprobación), mostraba en fotografías, recién excarcelados y contentísimos, haciendo la V de la victoria, a varios viejos sindicalistas (uno de ellos, eso sí lo recuerdo, era Simón Sánchez Montero, nombre que a ti tal vez te sonará más que a mí). Y, en fin, hablando de “versión oficial”, ya entonces en general todo el mundo estaba de acuerdo en que la Dictadura, Franco y los franquistas habían sido un grandísimo mal para el país y en que había que alejarse de ellos lo más rápidamente posible. Ésa era, ya en 1979, la versión oficial. (Personalmente, las poquísimas veces que me encontraba con alguien que parecía simpatizar con Franco y con la dictadura, me quedaba muy extrañado y hasta un poco atemorizado; con doce o trece años yo era aún demasiado joven para tener ideas propias (… si es que alguna vez se es lo bastante maduro), así que necesariamente compartía las que ya eran ideas dominantes, a saber: los franquistas eran pocos y malas personas, y había que huir de ellos como de la peste.)
Segundo ejemplo. Desde antes de la muerte del dictador (Canciones para después de una guerra, por ejemplo, se produjo en 1971, aunque sólo se estrenase después del 75), pero sobre todo en los años inmediatos, aun antes de la aprobación de la Constitución, cineastas, escritores y cantantes aprovecharon los resquicios de libertad que se iban abriendo para hablar directa o indirectamente de la guerra civil y de la dictadura, y para reivindicar el periodo republicano que las precedió. La lista de lo que, desde la novela, la canción, el cine y la televisión, se pudo hacer al respecto en aquellos años sería interminable – aunque, naturalmente, la “calidad” de dichos “productos” (por utilizar la asquerosa jerga actual) sea según los casos muy variable –. Tú conoces mejor que yo las películas que por aquellos años realizaron el propio Martín Patino, Antonio Drove, Francesc Betriu, José María Gutiérrez Santos, Mario Camus, Jaime Camino (especialmente éste), y otros que se me olvidan ahora. (Si hablara de los “grandes”, de Saura o de Erice, se me podría replicar que sus películas sólo se veían en los festivales, para impresionar a los extranjeros, y que eran precisamente la coartada del régimen, en particular del ministerio de Información y Turismo de Fraga: este argumento, aunque un poco exagerado, tiene una gran parte de verdad, por eso mismo no he mencionado más que a los que sólo se conocen – o habrá que decir: se conocían – en España). Sin embargo, a veces tiene uno la impresión de que – con poquísimas excepciones – casi todos los actuales cineastas, escritores y cantantes – y no digamos ya nada de los periodistas – se creen que ellos son los primeros que por fin se atreven a hacer una película, o a escribir un libro, sobre la guerra civil o sobre la dictadura. Algunos para darse importancia, la mayoría por pura ignorancia, y todos para que parezca que tienen razón, están manteniendo la leyenda de que sus colegas de los años 70-80 estuvieron amordazados.
Tercer ejemplo. También hay que recordar (pero esto, como digo, les cuesta mucho a esos desmemoriados que son los especialistas de la memoria) que desde el año 1978 [primeras elecciones municipales democráticas] casi no hay día en que no se abra una calle, se inaugure un colegio o un centro cultural con los nombres de poetas, artistas y hasta políticos que habían sido más o menos (aunque también sobre ese tema se exagera mucho) calumniados, marginalizados o ninguneados durante la dictadura. Los partidos de izquierda, especialmente, se los han apropiado, pero también en municipios gobernados por la derecha se encuentran, aunque en menor medida, calles de Federico García Lorca y escuelas Rafael Alberti, por ejemplo. Al contrario, son los escritores considerados como comprometidos con el régimen franquista los que se han visto a su vez marginalizados, al menos en ciertos casos (por fortuna poco frecuentes). En este sentido, la rehabilitación de la cultura más o menos antifranquista, pro republicana, progresista – o como se la quiera denominar, ya que todas estas caracterizaciones son harto discutibles –, me parece más que evidente. (Atención, hablo de la rehabilitación totalmente superficial que consiste en airear a diestra y siniestra los meros nombres de esas personas, y en utilizarlos en el fondo como imágenes de marca: los de Picasso, Lorca, Machado, Neruda, Alberti, Buñuel, recientemente Miguel Hernández y todo el tiempo Cervantes, Cervantes, Cervantes... En cuanto al verdadero reconocimiento, que es sobre todo conocimiento de sus obras, eso es un muy otro cantar, y tampoco me extenderé aquí al respecto).
Y luego está el “deporte nacional”, como se dice, de buscar la enésima estatua de Franco o de algún otro general franquista que sigue en pie, o las calles a sus nombres que aún no han sido cambiadas… Si viviéramos en Francia, la República ya habría instituido por medio de una sola y única decisión, de un plumazo y de una vez por todas, la retirada de todas las estatuas y el cambio de todos los nombres de indeseables de las vías públicas, y esa ley se habría aplicado inmediata y automáticamente gracias a los mecanismos de un Estado fuerte y casi omnipresente; y así, luego, los que no estuvieran de acuerdo ya no podrían volver atrás. Esto a muchos podrá parecerles preferible, pero yo creo que lo que a este respecto ha ocurrido en España – ¡mira por dónde! – tiene mucho más valor democrático. Como el Estado es aquí mucho menos fuerte y menos omnipresente, han tenido que ser los Ayuntamientos, los miles de Ayuntamientos, uno a uno, o en su caso alguna otra Administración, los que, sin estar obligados a ello por ley, han decidido, unos más pronto y otros más tarde, la retirada de las estatuas y el cambio de los nombres de las calles; lo que significa que han sido cientos, miles de decisiones, tomadas por así decir “desde abajo” y no por ley, las que han asegurado que el final del franquismo era algo totalmente sincero y deseado por todo el mundo, o por casi todo el mundo, y no un gesto tal vez hipócrita por venir impuesto “desde arriba” (como habría sido el caso, en el ejemplo imaginario, si las cosas se hubieran hecho “a la francesa”). Vistas así las cosas, el hecho de que aún pueda quedar por ahí alguna estatua o alguna calle con nombre franquista no tiene la menor importancia: hay que mirar cuántas estatuas se han derribado, una a una, y a cuántas calles se les ha cambiado el nombre sin que hubiera una estricta obligación legal de hacerlo.
Los hijos de las víctimas de la guerra civil podían perfectamente haber expresado su descontento con la injusticia que supuestamente se estaba cometiendo con ellos y pedido “reparaciones” (como se dice ahora); podían haberlo hecho, no digo en noviembre de 1975 o en 1976, pero sí en los años 80 o en los 90: por ejemplo, durante los 14 años de Felipe González en el poder. ¿Que no? ¡Vaya que sí! Se habían derribado o retirado la mayoría de las estatuas, se habían cambiado los nombres de miles de calles, y, sobre todo, se habían reescrito los libros de historia y la versión oficial de quiénes eran los malos y quiénes los buenos (porque repito que ¡¡esto es muy exactamente lo que se hizo durante la Transición!!), y además se estaban tomando algunas medidas – tal vez insuficientes, no lo sé – de rehabilitación de los militares fieles a la República y de reconocimiento de las pensiones de algunos de ellos. Si los hijos de las víctimas de la guerra civil hubiesen dicho en esos años: “¿y nosotros, qué?”, habrían sido escuchados y seguramente habrían obtenido algo, alguna medida simbólica suplementaria. Entonces, pregunto yo: ¿por qué no lo pidieron? ¿Quién se lo impidió? ¿Quién los amordazó? ¡Nadie! Nadie, sino que los hijos de las víctimas la guerra civil comprendieron – con excelente criterio, al menos a mi juicio – que la búsqueda de las fosas comunes y de lo que pudiera quedar de los pedazos de huesos, cuarenta años después, no les iba a reparar nada ni a devolver al ser querido. Al contrario, aquello vendría a reabrir unas heridas de las que ellos eran los últimos en querer volver a sufrir. Y en definitiva porque en los años 70, y tal vez aún un poco en los 80, existía todavía una noción a mi entender absolutamente necesaria y esencial para vivir, la noción de “tragedia”, o de “lo irreparable” (que viene a ser lo mismo), es decir, que hay cosas que son irreparables. Esta noción de valor inestimable, o que no tiene precio, ha sido desterrada – no sé si definitivamente – por la mentalidad economicista, o por el totalitarismo capitalista, el cual no soporta que haya cosas que no tengan precio, que no se puedan monetizar, que queden fuera del circuito mercantil. (La hedionda psicología de la autoestima, de la autorrealización y de la “positive attitude” (si es que no es lo mismo que la mentalidad economicista), el repugnante y baboso amor del triunfo, también ha puesto su parte en esta destrucción).
Pero ahora los nietos de las víctimas de la guerra civil, que (aunque cada día que pasa se crean o se finjan más víctimas) precisamente no sufrieron como sus padres el dolor de los crímenes de los que hablan, y que han sido manipulados y convencidos de que una reparación es posible y exigible, piden naturalmente que se busquen las fosas comunes y los restos de los pedazos de huesos, ya no cuarenta sino setenta años después. Y la izquierda, es decir la autodenominada izquierda, que son “los buenos”, es decir que se autodenomina “los buenos”, ha encontrado ¡por fin! un filón para poder diferenciarse en algo de la derecha, que son por supuesto “los malos”, puesto que son “los herederos biológicos o ideológicos” (como dice Vicenç Navarro y piensan muchos otros) del franquismo o incluso del fascismo. (Que se le pueda reprochar a alguien el ser heredero biológico, o sea, ser hijo de alguien, es una de las cosas más gordas que he oído en muchos años. Los hermanos Ferlosio, por ejemplo, por muchas pruebas de anti-franquismo y de izquierdismo que hayan dado en sus vidas [y ya no hablo del mío, que debe de ser una malísima persona, sino del pequeño, Chicho, y del mayor, Miguel, que estuvieron en la cárcel, cosa que ya casi ninguno de éstos puede decir], serán de todas maneras, según Navarro, culpables, inexpiablemente culpables de ser hijos de Sánchez Mazas que fue cofundador de Falange y durante unos meses ministro sin cartera en el primer gobierno de Franco. Y así tantos otros. Pero esto es tan enorme que yo creo que ni siquiera Navarro, que lo ha escrito, puede pensarlo seriamente).
En cuanto a lo de “herederos ideológicos”, esta chorrada sí se la creen muchos. Me parece que es lo que Gustavo Bueno llama “El mito de la derecha”, es decir: pensar que la ideología actual del PP (de Rajoy, de Rato, de Esperanza Aguirre, de Ruiz Gallardón) tiene algo que ver con el franquismo, o el fascismo, como si fueran lo mismo (porque, ya puestos, ¿para qué hacer distinciones?, que aquí somos todos de barrio, que no parezca que somos unos blandos y unos delicados y que nos la cogemos con papel de fumar… ¡a qué andar distinguiendo entre fascismo, franquismo y PP! ¡Pero qué más dará Rajoy y Rato que Göring y Goebbels! ¡o para qué distinguir entre Adolfo Suárez y Adolfo Hitler!).
A mí, en un primer momento, calificar a nuestra transición de “modélica” (como dices que no te parece que lo fuera) me parecería un poco exagerado y sobre todo inapropiado, especialmente si con ese adjetivo se la quiere presentar como un ejemplo que los demás deberían seguir (son, por cierto, los demás los que así la han considerado cuando, en los años ochenta y noventa, “actores” y comentaristas de las transiciones tanto de las dictaduras latinoamericanas como de las de los países de Europa central y oriental solían citar el caso español precisamente como un modelo en el que intentaban inspirarse). Menos aún si con “modélica” se quiere dar a entender que fue perfecta e irreprochable, puesto que ya de antemano se puede tener por seguro que (salvo tal vez en los sueños que sueña Zapatero) nada humano es perfecto e irreprochable, ya que entre los seres humanos predomina el vicio sobre la virtud, la estupidez sobre la inteligencia y, en general, la maldad sobre la bondad.
Pero dentro de estos lúgubres márgenes, yo me pregunto: ¿qué otro país ha pasado de una dictadura tan injusta, autoritaria y larga como lo fue la franquista, precedida de una guerra tan cruel como lo fue la Guerra Civil, a un régimen democrático totalmente homologable, no con ningún modelo teórico, sino con los modelos europeos realmente existentes? Y, por lo poco que yo conozco de otros países comparables, la respuesta es que ningún otro país ha conseguido algo semejante. Eso por comparar el caso español con otros países. Y luego me pregunto: dentro de los mil, o tal vez mil trescientos años de historia de España, ¿en qué otro momento de esta triste historia se ha vivido en nuestro país una época de mayor prosperidad (a pesar de que para mí el desarrollo económico no es ni mucho menos lo más importante, sólo lo digo pensando en aquellos, que son hoy la mayoría, para quienes el desarrollo económico es casi lo único que cuenta)? Y la respuesta es que jamás de los jamases, hasta el punto de que es la primera vez en su historia, verdaderamente la primera (sí, sí, incluso en el Siglo de Oro, cuando era políticamente hegemónica y militarmente casi invencible, España económicamente no es que fuera pobre, es que era miserable, muchísimo más que Francia o incluso que Italia y casi tanto como la Inglaterra o la Alemania de la época), en que se podría decir sin mentir que España ya no es un país pobre como lo ha sido siempre. En 2006 se llegó a decir que el PIB per cápita español había alcanzado el de Italia, y hoy la cosa está tan mal que (desde el punto de vista del PIB per cápita, valga lo que valga semejante noción, que no es mucho) empezamos acercarnos a 2006…
Todo este inaudito desarrollo económico (en lo que pueda tener de bueno y por muy poco que a mí me convenza) habría sido impensable sin la Transición y sin la confianza que a propios y a extraños supieron inspirar quienes la impulsaron, el Jefe del Estado – el mejor que ha tenido jamás España – y los dos o tres primeros Jefes de Gobierno.
Finalmente, el invento este de la Memoria Histórica también es una moda y una cosa de famosos: Almodóvar, los Bardem, Almudena Grandes, Manolo Rivas y todos los demás intelectuales orgánicos de El País, ¿dónde han estado durante estos treinta años? ¿Por qué no se han acordado de las víctimas un poquito antes? Pues porque sólo ahora ha comprendido que al PSOE y a El País no les basta con Aznar y Aguirre y sus propias fechorías, hace falta que Aznar y todos los suyos sean unos franquistas, unos fascistas y unos nazis. Y es que es “muy bonito”, quiero decir muy cómodo, que haya “buenos” y “malos”, y curiosamente durante todo este tiempo casi se les había olvidado que aquí tenemos la Guerra Civil y que para que haya buenos y malos no hay nada como “nuestra castiza” (como diría Krahe) Guerra Civil, especialmente si lo que de verdad ocurrió en ella (…la historia de los historiadores) nos importa un pimiento y sólo queremos utilizarla para sentir lo buenos que somos denunciando lo malos que son los demás.
Un ejemplo reciente y particularmente asqueroso de esto último es la increíble movida en torno a la búsqueda de los restos de Lorca. Habida cuenta de la imprecisión del testimonio de uno que había oído hablar a uno que decía que conoció a quien los mató, cualquiera con dos dedos de frente sabía que la probabilidad de encontrar los dichosos huesos era mínima. ¿Por qué entonces, se preguntaría uno, todo ese espectáculo, toda esa movida, todo ese inútil movimiento de tierras…? No tan inútil. Y es que todo el mal, toda la maldad del “crimen de Granada” revierte ahora como bien, como bondad, sobre los que, desde jueces hasta periodistas y falsos, falsísimos amigos del poeta, bajo el disparador de los fotógrafos, se ponen guapos disponiéndose a desenterrar, o a hacer como que desentierran, o siquiera como que buscan al poeta mártir (en contra, por cierto, del mucho más digno parecer de sus herederos, que nadie ha atendido si no es para acusarlos de falta de cooperación o de sentido del sacrificio, si no de cosas peores). Y es que así de fácil es aparecer como bueno: basta con retratarse, por así decir, al lado del malo, un malo que ya no muerde (por ejemplo, los que asesinaron hace setenta y cinco años al poeta mártir), diciendo e insistiendo en lo malo malísimo que es ese malo, como si los demás no lo supiéramos ya desde el día que siguió al crimen, pero los demás fingimos que todavía no lo sabemos bien, porque así algo nos llega también a nosotros del bien y de la bondad que automáticamente revierte sobre el autorretratado. Por eso, aunque no se hayan encontrado los restos, que no era el verdadero objetivo de toda ese tinglado, todo el bien está hecho: ha quedado bien claro y a la luz de los focos quiénes son los malos (¡ellos!) y quiénes somos los buenos (¡nosotros!).

Sur la Colline, 15-27 de enero de 2011.

Vicenç Navarro




Este artículo lo publico aquí para que se entienda mejor por qué estoy en contra de lo que en él dice su autor acerca de la visión que Santos Juliá tiene Transición.
 


La oposición de Santos Julià a la Ley de la Memoria Histórica
Vicenç Navarro
El Plural, 26 de julio de 2010
Uno de los componentes más importantes de la sabiduría convencional sobre la transición de la dictadura a la democracia en España es negar que hubiera un pacto de silencio entre las derechas herederas del franquismo y las izquierdas recién salidas de la clandestinidad. Una de las voces que ha negado la existencia de tal pacto -contando con grandes cajas de resonancia en los medios de información y persuasión del país- ha sido el que fue en su día sacerdote e hijo de militares que apoyaron el golpe militar, y que hoy es profesor de sociología en la UNED, el Sr. Santos Julià. Columnista habitual de El País ha promocionado esta negación de que existiera tal pacto de silencio, no sólo en las páginas de tal rotativo, sino también en otros foros, exponiendo también sus tesis a través de varias colecciones publicadas por editoriales de gran renombre. Una característica de la promoción de sus tesis es su estilo, lleno de sarcasmos e insultos a aquellos que sostienen que sí que hubo un pacto de silencio, utilizando un tono un tanto pedante, soberbio y condescendiente que muchos consideran, con razón, irritante y ofensivo. Nunca, por cierto, contesta a sus críticos, que muestran sus considerables flaquezas analíticas en su historiografía.
Pero, independientemente de su estilo y escasa actitud dialogante, encuentro extraordinario que esta versión que niega que hubiera tal pacto de silencio continúe defendiéndose a pesar de la enorme evidencia que la contradice. En un excelente artículo del historiador Francisco Espinosa Maestre, “De Saturaciones y Olvidos. Reflexiones en torno a un pasado que no se puede pasar”, éste analiza con gran detalle y rigor los escritos sobre la memoria histórica mostrando con toda claridad y contundencia el error de Santos Julià, documentando la escasez (tanto dentro como fuera de la academia) de tales estudios sobre lo ocurrido en España durante la Guerra Civil y la Dictadura, escasez que fue comentada extensamente por observadores extranjeros (como también documenta Espinosa). Como académico (parte politólogo-parte economista) puedo dar testimonio de que el número de tesis doctorales sobre la Guerra Civil o sobre la Dictadura en los departamentos de Ciencias Políticas o de Políticas Económicas y Sociales en España ha sido bajísimo, aunque se ha notado un aumento a partir de la Ley de la Memoria Histórica. No puede considerarse el boom de libros escritos sobre nuestro pasado reciente (ocurrido en los últimos años en respuesta a la Ley de la Memoria Histórica) como reflejo de lo ocurrido durante los 32 años de democracia.
Pero en este artículo, quisiera ir más allá del mundo académico, pues tal mundo académico está, por desgracia, bastante aislado en nuestro país. Una cosa es el mundo intelectual académico y otra el mundo real fuera de la academia, un mundo mucho más importante para definir la memoria histórica. Y para ver lo que se ha visto en nuestro país sobre nuestro pasado, hay que analizar los mayores medios de información y persuasión, de los cuales los más importantes son los televisivos. Y ahí si que es fácil de demostrar que hubo un pacto de silencio muy claro (que no necesita ser explícito o firmado para que exista, pues formó parte de un acuerdo tácito) que explica que no fuera hasta principios de este siglo, casi treinta años después del establecimiento de la democracia, cuando se comenzaron a emitir por primera vez en las televisiones españolas los pocos documentales mostrando las atrocidades cometidas por los vencedores. Documentales como “Els nens perduts del franquisme”, se emitieron por primera vez en Cataluña en 2002, y después en Andalucía (a la 1 de la madrugada), y todavía hoy no se ha emitido en las CCAA gobernadas por el PP. Antes, cualquier análisis del pasado tenía que ser “equilibrado”, es decir que se vieran los dos lados –los horrores cometidos por los vencedores y por los vencidos-, dándoles el mismo peso y responsabilidad en lo ocurrido. De ahí que calara en el memorial popular que “todos habían sido responsables”, “de que lo mejor era mirar al futuro y dejar aquel pasado”, y otras percepciones promovidas por los medios controlados por los vencedores y sus descendientes (biológicos y/o ideológicos), que reprodujeron así la memoria histórica conveniente a las derechas en España.
Pero Santos Julià, que niega la existencia de un pacto de silencio, afirma sin embargo, la existencia de un pacto de Amnistía en el que se decidió no enjuiciar los actos cometidos por los dos bandos durante la Guerra Civil y durante la dictadura, resultado de una madurez política por parte de vencedores y vencidos que condujo a una transición –definida por Santos Julià como modélica- de la que los españoles deberíamos estar orgullosos. Tal Pacto de Amnistía no fue, sin embargo, acompañado por un pacto de silencio pues –según Santos Juliá- se sabía todo, se podía investigar todo y el Estado financiaba toda investigación histográfica del signo que fuese. Puesto que era una interpretación de la historia enormemente indulgente con las fuerzas conservadoras que lideraron la transición, es comprensible que tal versión se transformara casi en la versión oficial de la transición.
La realidad, sin embargo, fue muy diferente. Las derechas dominaron el proceso de transición y forzaron un silencio en el que la versión del pasado era la que ellos habían promovido. Su oposición a la Ley de la Memoria Histórica es precisamente resultado de su resistencia a redefinir la memoria histórica dominante en el país. Y su enorme poder explica que no haya podido extenderse en la conciencia popular una visión republicana de lo que fue el golpe militar y de lo que ocurrió cuando triunfó, mostrando la responsabilidad que las derechas (muchas de ellas todavía enraizadas en el aparato del Estado) en aquellos hechos. El intento de recuperar esta realidad se denuncia como intento de imponer una memoria histórica, ignorando que ya existe una, la dominante, la de los vencedores, que no corresponde con lo ocurrido. Los vencidos tienen otra verdad y no se les permite mostrarla en los medios. Mientras, los vencidos están muriendo, y no sólo no se les ha homenajeado, como auténticos defensores de los intereses de España y de sus clases populares, sino que, a no ser que el Estado les ayude (como propone, con todas sus limitaciones, la Ley de la Memoria Histórica), no podrán dejarnos su historia que es la versión real de lo que ocurrió. Y de ahí la gran resistencia de los vencedores y sus descendientes (como Santos Julià) que se oponen a que, a través de la Ley de la Memoria Histórica, se conozca tal verdad recogiendo el testimonio oral de los vencidos, método que crea incomodidad entre los primeros. Como ha escrito el cineasta Günter Schwaiger (citado por Espinosa), ¿qué les pasa a algunos historiadores españoles para que tengan tanto miedo a la memoria de la gente? ¿Desde cuándo la memoria no sirve para testimoniar la verdad? ¿O acaso en los juicios ya no hacen falta testigos para condenar a alguien? ¿Ya no vale el testimonio de un hijo que ha visto como fusilaron a su padre para testificar el horror del fascismo? ¿Hemos llegado a tal arrogancia académica que las víctimas tengan que pedir permiso a los historiadores para saber si su sufrimiento fue verdad o simplemente un espejismo?... Está por ver si el Sr. Santos Julià hubiese formulado semejante ataque al valor de los testimonios en países como Alemania, Austria, EEUU o Israel, donde cientos de organizaciones de víctimas del Holocausto recuerdan a la sociedad, justamente con su memoria, la tremenda importancia de no olvidar”. No se podría haber dicho mejor.
Pero la crítica no debe limitarse sólo a Santos Julià, sino que debe incluir a los medios que están promocionando unos puntos de vista (de escasa calidad intelectual y limitada vocación democrática) que están beneficiando la reproducción de una versión de los hechos que beneficia a los vencedores y a sus descendientes. En realidad, el enorme dominio de los descendientes de los vencedores en los medios (así como en los partidos de todas sensibilidades políticas) explica la falta de apoyo a la recuperación de la memoria de los vencidos, que es la historia real de España.