lundi, octobre 05, 2009

Carta al director de El País de 31 de agosto de 2009

Leo en la edición digital de El País de hoy, 31 de agosto de 2009, una noticia sorprendentemente titulada “Una disculpa [sic] para el matemático que cazó a los nazis”. Además de en el título, la palabra disculpa se repite otras tres veces en el cuerpo del artículo, siempre con un sentido no sólo muy diferente sino en cierto modo contrario al que esta palabra tiene. En uno de esos tres casos, se trata de la traducción, convenientemente entrecomillada, de la declaración que hace al respecto un señor británico, pero no sé, ni me interesa aquí, cuál es la palabra inglesa que en ese caso se intenta traducir por disculpa. Es muy posible que el error que aquí se comete esté ya en el original.
Una confusión puramente léxica, o terminológica, esconde casi siempre una confusión conceptual, en este caso muy grave. Y es que, aunque puede y suele pedirla el ofensor, una disculpa sólo puede otorgarla el ofendido. En este caso, el Gobierno británico actual podrá tal vez pedir disculpas por la ofensa que reconozca haber causado, o el daño que reconozca haber infligido, pero jamás podrá pronunciar, emitir o producir él mismo una disculpa si no quiere incurrir en un absurdo. Esto solo le cabe hacerlo al dañado o al ofendido, si considera, por ejemplo, que el reconocimiento de la ofensa causada o del daño infligido es suficientemente sincero y profundo, o por la razón que sea; no obstante, el ofendido también puede otorgar la disculpa incluso sin que se la hayan pedido (aunque hemos de reconocer que este caso es poco frecuente). Por otro lado, la distinción entre una simple aceptación de las disculpas pedidas y la verdadera otorgación del perdón (que serían dos de las respuestas posibles por parte del ofendido a la petición de disculpas por parte del ofensor) es muy interesante pero mucho más sutil. En cambio, la diferencia entre la disculpa que pide el ofensor y la que otorga el ofendido es crucial, y si las confundimos como en el artículo en cuestión me temo que vayamos muy desorientados y aun perdidos en un mundo de “humillados y ofendidos” – si se me permite la pedantería – como lo es especialmente el nuestro.
Otra cosa es que – hablando ya del fondo y no de la forma –, en el caso particular de que trata el artículo, resulta muy discutible que el actual Gobierno británico deba ser considerado como el ofensor de Alan Turing simplemente porque es sucesor de un Gobierno que lo condenó en 1952. Al fin y al cabo, hace ya muchos años que otro Gobierno británico (como también ha ocurrido en otros países) despenalizó las prácticas homosexuales, y hoy el atroz castigo al que se le sometió es considerado casi unánimemente como horrible, por no decir escandaloso.
Pero incluso si admitiéramos una “herencia” semejante, queda un segundo problema aún más difícil: ¿a quién debe el Gobierno británico, o quienquiera que sea, pedir disculpas por una ofensa, cometida por quienquiera que sea, cuando ya no hay ofendido que pueda concederla? ¿Y qué significan esas disculpas que ya de antemano se sabe que nunca podrán ser otorgadas?
Finalmente, el triste caso del gran matemático no fue, por desgracia, más que uno entre probablemente cientos o miles sólo en el Reino Unido, y la gran mayoría afectaron a personas por así decir anónimas y desprovistas de los grandes méritos de Turing que nos recuerda el artículo (méritos científicos y patrióticos que tampoco hay que confundir), por eso se pregunta uno por qué no se pide la rehabilitación para todos. Pero, mucho más sencillo, por qué no se considera que la despenalización de las prácticas homosexuales (en el Reino Unido y, felizmente, en la mayoría de los países) presupone, implícitamente, la rehabilitación póstuma de quienes sufrieron la injusticia de las leyes que penalizaban dichas prácticas. Y si se me permite expresar mi sentimiento al respecto, el caso de Alan Turing, con total independencia de sus méritos científicos y patrióticos, me lleva a sentir compasión por su suerte y la de quienes sufrieron como él, pero no creo que deba dejarme llevar por la tentación de la indignación, casi siempre mala consejera, pero tentación y práctica que tanto gustan a nuestros contemporáneos.
Esperando que pueda usted publicar la presente en su sección de Cartas al Director, le saludo atentamente.

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