A raíz de la polémica suscitada por la decisión de la Generalitat de Cataluña de enviar a la Feria del Libro de Frankfurt, dedicada en esta ocasión a Cataluña, exclusivamente a escritores que representan a la literatura en lengua catalana, don José Rosiñol Lorenzo dice, en su carta al director publicada el pasado 15 de octubre, que “una discusión acerca de qué se entiende por cultura es lo más parecido a [...] una discusión bizantina; hay multitud de definiciones al respecto.” Aparte de que yo, en principio, estoy bastante a favor de las “discusiones bizantinas”, de las “disquisiciones escolásticas”, de los interminables “comentarios talmúdicos”, y hasta de la “casuística jesuítica” (todos ellos términos que, para mí, no tienen por qué ser necesariamente peyorativos), permítaseme expresar un punto de vista bastante diferente respecto de esta discusión en particular.
Me parece a mí que una discusión sobre qué “se entiende” por tal o cual noción, a lo sumo, y en algún caso, podrá resultar aburrida, o poco interesante, pero en general no ha de ser más que saludable, muy en particular cuando lo que se trata de esclarecer es algo tan importante, objetiva y subjetivamente, como la noción de cultura. La subjetividad, por supuesto, no debe ser ignorada en éste como en muchos otros casos, pero esto no nos autoriza a soñar, o a imaginarnos, que cada cual puede entender por cultura (o por cualquier otra verdadera “noción” de algo) lo que mejor le parezca; quiero decir que, objetivamente hablando, no creo que haya una “multitud de definiciones al respecto”, sino como mucho cuatro o cinco. El que los interesados expliciten, lo mejor que puedan, en qué sentido toman el término de cultura –por ejemplo, en el caso que motivó esos comentarios, cuando se refieren a la “cultura catalana”– no veo por qué puede dejar de ser beneficioso para el mutuo entendimiento.
Pero sobre todo me llama la atención que nuestro lector considere que si en dicha discusión “también incluimos [...] el tema de la lengua, nos convertiremos en vociferantes defensores de tomas de postura y de juicios de valor.” Tímidamente digo que “me llama la atención”, pero lo que en realidad pienso es que este juicio del señor Rosiñol es muy significativo (o –con expresión más fea– sintomático) de las formas que ha ido tomando la discusión en nuestro país en las últimas décadas, y muy especialmente en los últimos años.
Más o menos etimológicamente, “discutir” vendría a valer por discurrir, argumentar o, simplemente, hablar acerca de algo, y sin embargo, de hecho, se ha vuelto un equivalente de disputarse, o hasta de pelearse. ¿Por qué, para defender “tomas de postura” o “jucios de valor”, habría necesariamente que vociferar? ¿Por qué este adjetivo “vociferante” parece venir él solito tan pronto como es cuestión –qué casualidad– precisamente de la lengua? ¿Por qué tantos de nuestros compatriotas sienten hoy esa especie de fobia (que a veces es miedo, otras odio, a menudo ambas cosas) ante la discusión, ante la perspectiva de que cada cual explique sus ideas, su “tomas de postura”, sus “jucios de valor”? ¿Por qué tantas ganas de imponerse cueste lo que cueste, y a la vez esa insuperable pereza ante la idea misma de disponerse a discutir tranquilamente pero de verdad ? ¿Por qué, en fin, esa indisposición moral para el libre y desapasionado examen de los asuntos?
A propósito precisamente de “ética de la discusión” (sobre la que, con mayor o menor acierto, ha venido teorizando Jürgen Habermas desde los años setenta), quisiera aprovechar para recordar que, como todos deberíamos saber, el mejor ejemplo práctico, real y concreto de esas “teorías del consenso”, casi como si se las hubiera querido aplicar avant la lettre, no fue otro que el de nuestra transición, la cual cada día que pasa se nos aparece más como un prodigio irrepetible. Y, en el mismo viaje, pregunto si no deberíamos estar aunque sólo sea un poquito agradecidos por alguna cosa que hicieron (o en la que colaboraron decisiva, crucialmente) don Adolfo y don Juan Carlos.
Me parece a mí que una discusión sobre qué “se entiende” por tal o cual noción, a lo sumo, y en algún caso, podrá resultar aburrida, o poco interesante, pero en general no ha de ser más que saludable, muy en particular cuando lo que se trata de esclarecer es algo tan importante, objetiva y subjetivamente, como la noción de cultura. La subjetividad, por supuesto, no debe ser ignorada en éste como en muchos otros casos, pero esto no nos autoriza a soñar, o a imaginarnos, que cada cual puede entender por cultura (o por cualquier otra verdadera “noción” de algo) lo que mejor le parezca; quiero decir que, objetivamente hablando, no creo que haya una “multitud de definiciones al respecto”, sino como mucho cuatro o cinco. El que los interesados expliciten, lo mejor que puedan, en qué sentido toman el término de cultura –por ejemplo, en el caso que motivó esos comentarios, cuando se refieren a la “cultura catalana”– no veo por qué puede dejar de ser beneficioso para el mutuo entendimiento.
Pero sobre todo me llama la atención que nuestro lector considere que si en dicha discusión “también incluimos [...] el tema de la lengua, nos convertiremos en vociferantes defensores de tomas de postura y de juicios de valor.” Tímidamente digo que “me llama la atención”, pero lo que en realidad pienso es que este juicio del señor Rosiñol es muy significativo (o –con expresión más fea– sintomático) de las formas que ha ido tomando la discusión en nuestro país en las últimas décadas, y muy especialmente en los últimos años.
Más o menos etimológicamente, “discutir” vendría a valer por discurrir, argumentar o, simplemente, hablar acerca de algo, y sin embargo, de hecho, se ha vuelto un equivalente de disputarse, o hasta de pelearse. ¿Por qué, para defender “tomas de postura” o “jucios de valor”, habría necesariamente que vociferar? ¿Por qué este adjetivo “vociferante” parece venir él solito tan pronto como es cuestión –qué casualidad– precisamente de la lengua? ¿Por qué tantos de nuestros compatriotas sienten hoy esa especie de fobia (que a veces es miedo, otras odio, a menudo ambas cosas) ante la discusión, ante la perspectiva de que cada cual explique sus ideas, su “tomas de postura”, sus “jucios de valor”? ¿Por qué tantas ganas de imponerse cueste lo que cueste, y a la vez esa insuperable pereza ante la idea misma de disponerse a discutir tranquilamente pero de verdad ? ¿Por qué, en fin, esa indisposición moral para el libre y desapasionado examen de los asuntos?
A propósito precisamente de “ética de la discusión” (sobre la que, con mayor o menor acierto, ha venido teorizando Jürgen Habermas desde los años setenta), quisiera aprovechar para recordar que, como todos deberíamos saber, el mejor ejemplo práctico, real y concreto de esas “teorías del consenso”, casi como si se las hubiera querido aplicar avant la lettre, no fue otro que el de nuestra transición, la cual cada día que pasa se nos aparece más como un prodigio irrepetible. Y, en el mismo viaje, pregunto si no deberíamos estar aunque sólo sea un poquito agradecidos por alguna cosa que hicieron (o en la que colaboraron decisiva, crucialmente) don Adolfo y don Juan Carlos.
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