Como no todo lo que se está escribiendo últimamente sobre la « memoria histórica » es « verdaderamente falso »), y como hay excepciones, quiero dejarlo dicho. Hoy, por ejemplo, publica Andrés Trapiello en El País un artículo que ya me habría gustado firmar yo mismo (y en el cual, por azarosa añadidura, utiliza la barojiana que yo empleé el otro día). Por otro lado, como es casi seguro que para la rentrée de septiembre el asunto seguirá coleando (y si no fuese así, buena señal que sería, yo me callo y mejor para todos), intentaré para entonces explicar más por lo menudo por qué considero, por lo demás sin ninguna originalidad, que hay mucha incompatibilidad, casi imposibilidad, en algo que fuese a la vez memoria e historia. Por el momento, con mucho gusto copio a continuación el mencionado artículo de don Andrés, por el interés que tiene para los peregrinos lectores. Hélo aquí:
Medias verdades
Andrés Trapiello
El País, 20 de julio de 2006
Tiene uno la sensación, y la tienen muchos otros, a izquierda y a derecha, de que lo que se ha dado en llamar “la recuperación de la memoria histórica” o no significa nada o significa muy diferente cosa para unos y otros. Se diría que, cuando la realidad es compleja, y el nudo de la guerra civil y el franquismo es todavía el más apretado y difícil de deshacer que tienen los españoles entre manos, algunos sienten una irresistible atracción por la solución gordiana, o sea, la de partirlo con el filo de una espada o de un decreto.
Si yo no lo interpreto de modo abusivo, parece que hoy se entiende por memoria histórica únicamente lo que les sucedió a los que perdieron la guerra civil y sufrieron, tras ella, la persecución del Régimen de Franco. Es decir, ha querido formularse ese propósito civil como una “discriminación positiva de la memoria”: tras haber sido machacados durante cuarenta años con recuerdos, desagravios y vindicaciones en una sola dirección, tenemos derecho a recordar, desagraviar y vindicar únicamente en la contraria, parece decírsenos.
Las historias de la zona nacional acalladas o desconocidas hasta ahora son tantas y tan dramáticas, que encogen aún el ánimo y espantan el entendimiento, pero al mismo tiempo algunas resultan tan lejanas ya, que muchos las encuentran irresistiblemente embellecidas, “como una novela”. Se ha dicho que no se ha escrito aún la gran novela de la guerra civil española, nuestra Guerra y paz. Esa, francamente, hoy por hoy, en España, no se le aceptaría ni a Tolstoi, tan cervantino, ni a Cervantes, tan español.
Hace veinticinco años dos jóvenes se embarcaban en una tarea desproporcionada y de porvenir dudoso: editar, entre otros contemporáneos, a escritores del pasado reciente que tenían la característica común de haber hecho o vivido la guerra civil española, unos en un bando y otros en otro. En ningún caso se trataba de literatura política, sino de libros que reputaban literariamente sobresalientes. En cuanto llegaron a las librerías los primeros ejemplares de Rosa Krüger, de Sánchez Mazas, algunos reaccionaron con nerviosismo, y aunque esa novela iba acompañada de otros libros de escritores notoriamente de izquierda y exiliados, como Giner de los Ríos, Jiménez Fraud o Ramón Gaya, devolvían los paquetes sin abrir a una editorial que había tenido la impertinencia de incluirlos en una que se llamó “Biblioteca de Autores Españoles”. No les entraba en la cabeza que pudiera firmarse un armisticio en la literatura española, y tampoco comprendían que se editara la novela de un excelente escritor de derechas que llevaba muerto casi veinte años, bien porque creían que ese libro contaminaba los de sus compañeros, bien porque la palabra “españoles” les parecía muy apropiada para escritores fachas, pero insuficiente a esas alturas para quienes habían sido despojados de ella por los vencedores que les mandaron al exilio. Incluso el adjetivo “facha” desactivaba el sustantivo “escritores”, como en aquel oxímoron del que hablaba Baroja a propósito del periódico El Pensamiento Navarro. De modo que se ahorraron leer a Sánchez Mazas (hasta que llegó la moda veinte años después) y optaron por la solución gordiana: el ostracismo.
Aunque el dogma quedó tocado, todavía quedaron muchos (en la izquierda, pero también en la derecha) que creían que haber perdido la guerra garantizaba el no ser un mal escritor, lo mismo que haberla ganado era incompatible con serlo bueno, y trataron de frenar esa “evidencia” asustando a la gente con un gran surtido de vade retro, como hacía el jesuita Ladrón de Guevara en su cómico y ridículo Novelistas malos y buenos, y haciendo circular el infundio de que esos dos muchachos eran hijos de Satán, o sea, fachas. La calumnia se mostró tanto o más eficaz justamente porque no tenía ningún fundamento, y aunque ellos dos hubieran confesado que seguían siendo de izquierda, no hubiese servido de nada; ya nadie estaba interesado en saber: se había conculcado un principio sagrado en las guerras sucias: al enemigo, ni agua. ¿Y para qué hablar de literatura pudiendo hacerlo de política, de la política de “los nuestros”, contra los pocos que defendían que en literatura “los nuestros” son todos, si son los mejores? La solución gordiana pasó primero por cortar en dos mitades la historia, quedarse con una y supeditarla a la otra. Bastaron dos o tres libros (literarios, hay que insistir) de escritores de derechas frente a treinta o cuarenta de izquierda, para que la editorial Trieste, que unos pocos consideran hoy piadosamente mítica y ejemplar, quedara apestada para siempre.
Uno podría pensar que eso había cambiado y que el cerrilismo español habría ido cediendo poco a poco, pero se ve que no. Hace unos meses publicó uno un manual de tipografía española. En él, tratando de espulgar los lugares comunes, se afirma algo que sabe cualquier persona que se haya paseado por las librerías de viejo: de 1939 a 1959 se editó en España, desde un punto de vista tipográfico, tan bien o mejor que en tiempos de la República, y desde un punto de vista industrial mejor y más que en todo lo que se llevaba de siglo. Claro que entonces, ¿qué haremos con todas esos bonitos embustes de quienes nos han querido presentar a aquella España durante años como un país comatoso? Comprende uno que la tentación de postularse como resurrector de la Patria es grande, pero para ello hay que pasar antes por certificar su muerte, y así un gran número de beneméritos luchadores antifranquistas (en muchos casos ni tan luchadores ni tan antifranquistas) han llegado a creerse de buena fe que hasta que ellos no llegaron, la Patria sesteaba o agonizaba.
Cierto que España de 1939 a 1959 era un lugar siniestro en el que los escritores resistían de modo anómalo (del mismo modo que no siendo lugares siniestros muchos de los países del exilio, los escritores exiliados sufrían igualmente su propia anomalía), pero ello no quita para comprender que nuestra literatura, industria literaria y tipografía de entonces no vivían uno de sus peores momentos. Ocultar esa verdad no beneficia a nadie y declararla no justifica el franquismo, salvo que se sea muy idiota para entenderlo así, como le ha ocurrido a cierto crítico de resorte, que una vez más ha tratado de recurrir a la solución gordiana, o sea, la de Ladrón de Guevara, que al igual que este no ha dudado en acompañar su vade retro con una batería de insidias y falsedades. Y sí, se puede criticar a la izquierda sin dejar de ser de izquierda, aunque el temor a la verdad nos haga sentirnos más cómodos viendo enemigos cortados por el patrón de nuestra propia tontería, como hacía el jesuita, amigo también de las medias verdades.
Por todo ello, no sabe uno cuando se habla de memoria histórica, qué es lo que queremos recordar, ya que cuando nos disponemos a recordarlo todo, puede aparecer por el horizonte una sotana que trata de impedirlo con acusaciones risibles o miserables, según por donde se tomen.
Durante el franquismo, un Régimen sin ninguna legitimidad recordó y honró únicamente a las víctimas de su propia facción, engañándolas o mintiéndolas incluso, si eso le convenía. Hoy, con una democracia legitimada y firme, sería gravísimo y peligroso que se cayera en simétrico error, sólo que con las víctimas del otro bando. La democracia tiene la obligación moral de hacer la historia de todos, por lo mismo que un historiador de derechas debería abordar, por ejemplo, los crímenes de la represión en Málaga o Badajoz, y uno de izquierdas no ceder a la derecha en exclusiva la visión de la represión revolucionaria en el Madrid de las checas. A diferencia de la derecha, que no parece querer ver ni en pintura nada de lo ocurrido entre 1939 y 1975 por miedo a tener que asumir sus graves y a menudo criminales responsabilidades, cierta izquierda autoritaria querría recordar únicamente “lo suyo”, un “suyo” que no siempre es verosímil ni creíble, como no sea hermoseándolo con la distancia y la leyenda, o incluso falseándolo sin escrúpulos, si con ello su victimación logra ser mayor y los réditos que de ella piense obtener, más saneados. La realidad no se comprende con medias verdades. Abramos las fosas que aún quedan en las cunetas, por decencia y respeto a las víctimas, desde luego, pero también todas aquellas otras fosas mentales donde siguen enterradas las ideas más reaccionarias y jacobinas, ya que la única memoria histórica posible ha de llevarnos a comprender que aquellos muertos son todos “nuestros muertos”, como nuestra es una historia que algunos se empeñan todavía en partir con mandobles justicieros, para poder decir una vez más: blanco, negro. Y no, raramente logramos vivir en paz como no sea en la amplia gama de los grises, de los matices, de las contradicciones, libres de todo prejuicio, de todo interés y de todo resentimiento, y al menos cuando hablemos del pasado, este debería empezar a ser un nudo más fácil de aflojar y deshacer, sin tener que recurrir por enésima vez a la espada. El pasado no está hecho de mitades, tuya o mía, sino de un todo que no es ni tuyo ni mío, sino de todos.
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