Lo que sigue es un texto un poco
largo que escribí hace dos o tres años para explicar por qué estaba (y sigo
estando) en contra de la noción de “Memoria Histórica”, de la que tanto se hablaba
por entonces. El motivo fue una breve polémica entre Vicenç Navarro y el historiador Santos Juliá.
He leído rápidamente el artículo que me envías de Vicenç Navarro, al que conozco de nombre porque ha escrito alguna
vez en El País, que es mi principal
fuente de informaciones sobre lo que pasa en España. Veo que la idea que ese
señor se hace de la Transición coincide, casi punto por punto, con la versión
oficial de dicho periódico y del PSOE, principales promotores de la Ley de la
Memoria Histórica y de todo el movimiento que la acompaña. Dejando aparte lo
que dice sobre la persona de Santos Juliá (a pesar de lo gravísima que es esa
cosa tan increíblemente mezquina sobre si fue sacerdote, o hijo de franquistas…),
prácticamente no estoy de acuerdo con
nada de lo que dice. Santos Juliá es (junto con Savater, Pradera, Marías y
tal vez Muñoz Molina) uno de los poquísimos colaboradores de El País que expresan sus reservas con la
verdad oficial de la Ley de Memoria Histórica, mientras que Vicenç Navarro es uno
más de los numerosos seguidores de dicha corriente dominante. [Curiosísimamente,
todo lo que dice en su artículo acerca de Santos Juliá (y que por lo poco que
yo sé, me parece casi enteramente falso), se le podría aplicar a él
(especialmente lo que él llama “flaqueza analítica”), y todo lo que dice acerca
de la versión de la Guerra Civil que supuestamente ha dominado durante la
Transición, a la que él dice que se debería por fin reconocer como verdadera.]
Creo que sabes – o que te imaginas – que, por mi parte, soy aún
más crítico, si cabe, con la Ley de Memoria Histórica de lo que pueda serlo
Santos Juliá; quiero decir que estoy en descuerdo no sólo con la Ley de Memoria
Histórica (que podrá tener algún aspecto positivo aislado), sino también con toda la carga de deslegitimación de la Transición
que o ya tiene o le añaden tantos autodenominados republicanos que sólo lo son
de fachada. Y, sobre todo, estoy en descuerdo con ese estúpido afán revanchista por reabrir las heridas que ya estaban
cicatrizadas – y muy bien cicatrizadas – y por desenterrar a unos muertos
que ya no son ni siquiera cadáveres, sino restos de trozos de huesos; y, en
definitiva, estoy en desacuerdo con la
utilización política de la historia, y además de una historia simplista, de
buenos y malos, absolutamente impropia de intelectuales, de historiadores y de
catedráticos de ciencia política (como don Vicenç entre muchos otros), y más
bien propia de quienes no tienen argumentos
de venta para diferenciarse de sus tristes competidores en el mercado politiquero.
Hace años que me interesa el asunto, lo cual es algo casi inevitable
en una persona de nuestra generación, que, como quien dice, vivimos la
Transición muy de cerca, aunque no la protagonizáramos; y, luego, en mi caso
particular, el hecho de ver a España desde fuera me vuelve tal vez más sensible
ante las justicias o las injusticias que se puedan cometer con
ese pasado reciente (bueno, esto es naturalmente una manera de hablar, ya que justicias
e injusticias se cometen con las personas, no con el pasado).
Intentaré ser breve, pero no sé si voy a conseguirlo.
Para empezar, lo que me puso la mosca detrás de la oreja fue la propia
expresión de “memoria histórica”, que
a mí me parece totalmente falaz. Yo creo que estar atento a la manera en que le
suena a uno una nueva fórmula que inventan los políticos o los periodistas es una
buena forma de encarar los asuntos, quizá no la única ni la mejor, pero no peor
que muchas otras. En todo caso, tengo la convicción de que cuando una expresión
te chirría en los oídos es que hay gato encerrado y conviene intentar averiguar
qué es lo que pasa.
[No es, por cierto, la primera vez que me ocurre algo así; por ejemplo,
tengo anotado, entre otros, el caso de la expresión “ley de uniones (o de parejas) de
hecho”, en la cual se transgrede o se
ignora la oposición básica entre “de iure”
y “de facto”, entre lo que es por ley
y lo que es de hecho. Si se mezclan… como que se corta la mahonesa: no puede
resultar nada bueno. Esto es algo que remonta al “siglo pasado” (como dice
ahora todo el mundo, pero a mí me saca de quicio), o sea a los años 1994-95,
como quien dice el Pleistoceno. Aquella iniciativa legislativa para mí era acertada
(siempre y cuando quedase reservada a las parejas homosexuales estables que
quisieran acogerse a ella, que eran las únicas personas que podían sufrir
agravio objetivo), pero el hecho de que se utilizara una expresión tan
desafortunada como la señalada ya me resultaba sospechoso de algún tipo de
fraude. Inmediatamente caí en la cuenta de cómo había empezado aquello. Acuérdate
de que, poco antes, los ayuntamientos gobernados por Izquierda Unida comenzaron
a elaborar unas listas en las que podían apuntarse las parejas heterosexuales
de exquisitos que ni querían casarse por la Iglesia, como si fueran repugnantes
pepistas o peperos o como se diga, ni por lo civil, como vulgares sociatas, pero tampoco, como piojosos
anarquistas, arrejuntarse en parejas libres, sin papeles; estos caprichosos,
digo, ya podían, gracias a dichas listas, inscribirse y figurar y existir y, en
fin, darse importancia como víctimas de no sé qué fantástica injusticia. Esas
listas prepararon el terreno a la llamada Ley
de uniones de hecho que se aprobó en 1996 y que fue el último texto legislativo
de cierta importancia que se aprobó durante la última legislatura de Felipe González,
y que no hacía más que añadir una disposición legal totalmente superflua e
innecesaria.]
Pero volviendo a lo de la Memoria Histórica, todo empezó muy
exactamente por aquellas semanas de la Cumbre de las Azores, uno de los momentos
más tristes de los últimos treinta o cuarenta años. A pesar de la gravedad inaudita
de la decisión de Aznar (que no hace falta recordar aquí) y de las
multitudinarias manifestaciones que se organizaron en contra de la misma, la
mayoría de los españoles estaba obnubilada por la bonanza económica de aquellos
años y el PSOE seguía sin tener posibilidades electorales creíbles.
Se pregunta uno qué es lo que le pasaba al PSOE de aquellos años, que
intentó encontrar un líder de sustitución en las personas de Borrell y luego de
Almunia. Ahora ya sabemos que el actual [enero de 2011] presidente del Gobierno
es tan incapaz, lo que se dice tan incapaz que, a su lado, incluso un tipo como
Aznar (dejando aparte, por supuesto, el crimen
internacional que se decidió en las Azores) parece casi de fiar. Ya se echa de ver si la cosa
estará “malita”, como se dice. Sin embargo, por entonces Zapatero era un
perfecto desconocido. Y el hecho es que, antes de los atentados de Atocha, las
encuestas sólo dudaban de si Rajoy renovaría la mayoría absoluta que había
obtenido Aznar en 2000, o si la perdería y tendría que buscar apoyos
parlamentarios, como había tenido que hacer el propio Aznar durante su primera
legislatura, pero ningún sondeo predecía otra cosa.
Por lo demás, yo tengo al PSOE de la época de Felipe González y de sus
superministros Boyer, Solchaga y Solbes como principal responsable de la conversión de la sociedad española al
pragmatismo rampante y al totalitarismo economicista (mentalidad de origen
angloamericano, ya suficientemente pervertida entre ellos, pero totalmente
extraña a la milenaria cultura española) y que es la única explicación del
embobamiento de tantos españoles con la política de Aznar. Utilizo a propósito
la palabra “conversión”, que habla de una actitud religiosa y, por lo tanto,
teñida de irracionalismo. Y la considero justificada al observar la manera en
que a la mayoría de los españoles de hoy les parece que todo (todo: los
nacionalismos, las guerras, los más variados comportamientos de las personas,
el arte, el idioma, la religión, qué sé yo), todo se explica por el llamado cálculo egoísta. Pero sobre esta
desgracia no me extenderé aquí.
En todo caso, el rápido abandono de todos los fundamentos de lo que ha
sido durante más de un siglo y medio el pensamiento de izquierdas (a saber: la
crítica profunda de la dominación y, en particular, de la dominación económica)
ha dejado intelectualmente en cueros a los partidos políticos que se siguen autodenominando
como tales, así como a sus simpatizantes. Y no sólo intelectualmente en cueros
(que es lo principal y lo más grave), sino también incapaces de diferenciarse
de manera visible de sus adversarios políticos, o simples competidores en el
mercado politiquero (que es donde a ellos les pica). Ésta me parece ser la
triste realidad.
La simpatía – a veces un poco vergonzosa, pero en el fondo nunca
desmentida – por los folklorismos nacionalistas y la colaboración con los
mismos han sido, por supuesto, la peor y la más horrenda de las traiciones (ya
que si hay algo que no es de izquierdas son los nacionalismos y especialmente
los folklóricos), subterfugios por medio de los cuales, ya desde hace treinta
años, estos partidos han pretendido subvenir a la falta de contenidos. Más
reciente y – al menos en apariencia – menos grave, ha sido la
elección de nuevas causas para
“renovar” el “mensaje” o la “imagen de marca” de estos partidos ya totalmente desorientados:
la de los feminismos, la de la ecología, la del multiculturalismo o, en fin, la
causa de la homosexualidad. Cada una de ellas podrá merecernos la consideración
que sea, pero sencillamente no son ni de izquierdas ni de derechas, sino
asuntos que en la jerga de hoy tal vez se llamarían transversales. Quiero decir que pueden ser defendidos por unos y/o
por otros y que, por lo tanto, es perfectamente posible que una persona que por
lo demás tiene ideas de izquierdas pueda, respecto de uno de esos asuntos,
coincidir con otra persona que tiene ideas de derechas, más bien que con
alguien de su campo político, y viceversa. Todas estas “nuevas causas” que la izquierda a la deriva ha
abrazado (pese al interés que tal vez puedan tener en sí) quedan, a mi juicio, fuera de la política en sentido estricto,
es decir, entendida como confrontación seria entre dos visiones de la sociedad
y, en particular, como valoración positiva o negativa de la dominación
económica; y a mí me parece muy grave que hayan venido a sustituir
completamente a las causas
tradicionales. Es verdad que, en cierto modo, todo o casi todo es política, entendida ésta en un sentido
muy amplio, pero esta última acepción es tan vaga que en realidad estamos por
así decir “aguando” la verdadera política y, lo que es peor, de manera
totalmente inconsciente. Por ejemplo, muchos políticos se consideran muy de
izquierdas por atender a las reivindicaciones de un lobby que pretende, sin la más mínima legitimidad, representar a todos
los homosexuales, y por la misma razón consideran muy de derechas (peor aún,
como homófobos) a cualquiera que ose
poner objeciones a dicha decisión. En el fondo, considera que ser de derechas y
ser homófobo vienen a ser lo mismo.
Éste es el nivel de inteligencia al que hemos descendido.
Ese contexto de impotencia política de la autodenominada izquierda es
el que rodea el momento preciso en que, de pronto, empezaron a surgir, como
champiñones tras un chaparrón, unas autodenominadas “asociaciones de víctimas”
que se pusieron a contactar a los hijos y especialmente a los nietos de los
muertos de la guerra civil, para convencerlos de que la Transición había cometido
una gravísima injusticia con ellos porque la Transición, en definitiva, según
eso, había sido una obra de la derecha franquista, por no decir fascista. De
pronto, sesenta y cinco años después, buscar las fosas comunes y “los cuerpos” (por
utilizar otro tonto anglicismo a la moda) de los desaparecidos se convertía en
una urgencia. Esas asociaciones y el discurso de quienes azuzaron a las
familias calaron muy pronto en El País
(y seguramente también en otros medios) y prepararon el terreno a lo que luego
sería la versión oficial de los campeones de la “memoria histórica”, algunos de
los cuales son demasiado jóvenes y no han conocido aquellos años, y por eso se
les puede dar alguna disculpa, pero otros muchos, como Zapatero, sí vivieron la
Transición pero simplemente no se acuerdan o no quieren acordarse.
Uno de mis refranes castellanos preferidos es el que dice: “dime de
qué presumes y te diré de qué careces”. Esto se lo aplico yo aquí a todos
aquellos a los que se les llena la boca con la palabra memoria, y que luego resultan estar totalmente, pero lo que se dice
totalmente desmemoriados. Por lo
demás, a mí la memoria me parece una
cosa casi totalmente incompatible con la historia,
por eso digo que “la memoria histórica” es como lo que decía Pío Baroja del Pensamiento Navarro: “o es pensamiento,
o es navarro”, no podía ser las dos cosas (el impío don Pío se refería, claro
está, al rotativo carlista que lucía ese título, no a la debilidad de las
neuronas pamplonicas). Por mi parte, me abstendré de hacer a mi vez juegos de
palabras con el apellido de don Vicenç.
Luego definiré lo que creo que se puede entender por memoria y por historia e intentaré demostrar por qué considero que son casi
totalmente incompatibles.
Lo que ocurre es que una de las pocas veces en que la memoria es fiable,
su testimonio viene a contradecir las fuertes afirmaciones del señor Navarro y
de sus numerosos correligionarios. Algunos ejemplos entre muchísimos posibles.
En el año académico 1979-80, yo cursaba 8° de EGB y el libro de texto de Historia de España que utilizábamos, que
era de Anaya o tal vez de Santillana (las dos editoriales hegemónicas en el
sector del libro escolar) y que llegaba hasta la Constitución Española de 1978
(y aquello era pocos meses después de su aprobación), mostraba en fotografías, recién
excarcelados y contentísimos, haciendo la V de la victoria, a varios viejos
sindicalistas (uno de ellos, eso sí lo recuerdo, era Simón Sánchez Montero,
nombre que a ti tal vez te sonará más que a mí). Y, en fin, hablando de “versión
oficial”, ya entonces en general todo el mundo estaba de acuerdo en que la Dictadura,
Franco y los franquistas habían sido un grandísimo mal para el país y en que
había que alejarse de ellos lo más rápidamente posible. Ésa era, ya en 1979, la
versión oficial. (Personalmente, las poquísimas veces que me encontraba con
alguien que parecía simpatizar con Franco y con la dictadura, me quedaba muy extrañado
y hasta un poco atemorizado; con doce o trece años yo era aún demasiado joven para
tener ideas propias (… si es que alguna vez se es lo bastante maduro), así que
necesariamente compartía las que ya eran ideas dominantes, a saber: los
franquistas eran pocos y malas personas, y había que huir de ellos como de la
peste.)
Segundo ejemplo. Desde antes de la muerte del dictador (Canciones para después de una guerra,
por ejemplo, se produjo en 1971, aunque sólo se estrenase después del 75), pero
sobre todo en los años inmediatos, aun antes de la aprobación de la
Constitución, cineastas, escritores y cantantes aprovecharon los resquicios de
libertad que se iban abriendo para hablar directa o indirectamente de la guerra
civil y de la dictadura, y para reivindicar el periodo republicano que las
precedió. La lista de lo que, desde la novela, la canción, el cine y la
televisión, se pudo hacer al respecto en aquellos años sería interminable – aunque,
naturalmente, la “calidad” de dichos “productos” (por utilizar la asquerosa jerga
actual) sea según los casos muy variable –. Tú conoces mejor que yo las
películas que por aquellos años realizaron el propio Martín Patino, Antonio
Drove, Francesc Betriu, José María Gutiérrez Santos, Mario Camus, Jaime Camino (especialmente
éste), y otros que se me olvidan ahora. (Si hablara de los “grandes”, de Saura
o de Erice, se me podría replicar que sus películas sólo se veían en los
festivales, para impresionar a los extranjeros, y que eran precisamente la
coartada del régimen, en particular del ministerio de Información y Turismo de
Fraga: este argumento, aunque un poco exagerado, tiene una gran parte de
verdad, por eso mismo no he mencionado más que a los que sólo se conocen
– o habrá que decir: se conocían – en España). Sin embargo, a veces
tiene uno la impresión de que – con poquísimas excepciones – casi
todos los actuales cineastas, escritores y cantantes – y no digamos ya nada
de los periodistas – se creen que ellos son los primeros que por fin se
atreven a hacer una película, o a escribir un libro, sobre la guerra civil o
sobre la dictadura. Algunos para darse importancia, la mayoría por pura
ignorancia, y todos para que parezca que tienen razón, están manteniendo la
leyenda de que sus colegas de los años 70-80 estuvieron amordazados.
Tercer ejemplo. También hay que recordar (pero esto, como digo, les
cuesta mucho a esos desmemoriados que son los especialistas de la memoria) que desde el año 1978 [primeras
elecciones municipales democráticas] casi no hay día en que no se abra una
calle, se inaugure un colegio o un centro cultural con los nombres de poetas,
artistas y hasta políticos que habían sido más o menos (aunque también sobre
ese tema se exagera mucho) calumniados, marginalizados o ninguneados durante la
dictadura. Los partidos de izquierda, especialmente, se los han apropiado, pero
también en municipios gobernados por la derecha se encuentran, aunque en menor
medida, calles de Federico García Lorca y escuelas Rafael Alberti, por ejemplo.
Al contrario, son los escritores considerados como comprometidos con el régimen
franquista los que se han visto a su vez marginalizados, al menos en ciertos
casos (por fortuna poco frecuentes). En este sentido, la rehabilitación de la
cultura más o menos antifranquista, pro republicana, progresista – o como
se la quiera denominar, ya que todas estas caracterizaciones son harto
discutibles –, me parece más que evidente. (Atención, hablo de la rehabilitación totalmente superficial
que consiste en airear a diestra y siniestra los meros nombres de esas
personas, y en utilizarlos en el fondo como imágenes
de marca: los de Picasso, Lorca, Machado, Neruda, Alberti, Buñuel, recientemente
Miguel Hernández y todo el tiempo Cervantes, Cervantes, Cervantes... En cuanto
al verdadero reconocimiento, que es
sobre todo conocimiento de sus obras,
eso es un muy otro cantar, y tampoco me extenderé aquí al respecto).
Y luego está el “deporte nacional”, como se dice, de buscar la enésima
estatua de Franco o de algún otro general franquista que sigue en pie, o las
calles a sus nombres que aún no han sido cambiadas… Si viviéramos en Francia,
la República ya habría instituido por medio de una sola y única decisión, de un
plumazo y de una vez por todas, la retirada de todas las estatuas y el cambio
de todos los nombres de indeseables de las vías públicas, y esa ley se habría
aplicado inmediata y automáticamente gracias a los mecanismos de un Estado
fuerte y casi omnipresente; y así, luego, los que no estuvieran de acuerdo ya
no podrían volver atrás. Esto a muchos podrá parecerles preferible, pero yo
creo que lo que a este respecto ha ocurrido en España – ¡mira por
dónde! – tiene mucho más valor democrático. Como el Estado es aquí mucho
menos fuerte y menos omnipresente, han tenido que ser los Ayuntamientos, los
miles de Ayuntamientos, uno a uno, o en su caso alguna otra Administración, los
que, sin estar obligados a ello por ley, han decidido, unos más pronto y otros más
tarde, la retirada de las estatuas y el cambio de los nombres de las calles; lo
que significa que han sido cientos, miles de decisiones, tomadas por así decir
“desde abajo” y no por ley, las que han asegurado que el final del franquismo
era algo totalmente sincero y deseado por todo el mundo, o por casi todo el
mundo, y no un gesto tal vez hipócrita por venir impuesto “desde arriba” (como
habría sido el caso, en el ejemplo imaginario, si las cosas se hubieran hecho
“a la francesa”). Vistas así las cosas, el hecho de que aún pueda quedar por
ahí alguna estatua o alguna calle con nombre franquista no tiene la menor
importancia: hay que mirar cuántas estatuas se han derribado, una a una, y a cuántas
calles se les ha cambiado el nombre sin que hubiera una estricta obligación legal
de hacerlo.
Los hijos de las víctimas de la guerra civil podían perfectamente haber
expresado su descontento con la injusticia que supuestamente se estaba
cometiendo con ellos y pedido “reparaciones” (como se dice ahora); podían
haberlo hecho, no digo en noviembre de 1975 o en 1976, pero sí en los años 80 o
en los 90: por ejemplo, durante los 14 años de Felipe González en el poder. ¿Que
no? ¡Vaya que sí! Se habían derribado o retirado la mayoría de las estatuas, se
habían cambiado los nombres de miles de calles, y, sobre todo, se habían
reescrito los libros de historia y la versión oficial de quiénes eran los malos
y quiénes los buenos (porque repito que ¡¡esto es muy exactamente lo que se
hizo durante la Transición!!), y además se estaban tomando algunas medidas – tal
vez insuficientes, no lo sé – de rehabilitación de los militares fieles a
la República y de reconocimiento de las pensiones de algunos de ellos. Si los
hijos de las víctimas de la guerra civil hubiesen dicho en esos años: “¿y nosotros,
qué?”, habrían sido escuchados y seguramente habrían obtenido algo, alguna
medida simbólica suplementaria. Entonces, pregunto yo: ¿por qué no lo pidieron?
¿Quién se lo impidió? ¿Quién los amordazó? ¡Nadie! Nadie, sino que los hijos de
las víctimas la guerra civil comprendieron – con excelente criterio, al
menos a mi juicio – que la búsqueda de las fosas comunes y de lo que pudiera
quedar de los pedazos de huesos, cuarenta años después, no les iba a reparar nada ni a devolver al ser querido. Al
contrario, aquello vendría a reabrir unas
heridas de las que ellos eran los últimos en querer volver a sufrir. Y en
definitiva porque en los años 70, y tal vez aún un poco en los 80, existía
todavía una noción a mi entender absolutamente necesaria y esencial para vivir,
la noción de “tragedia”, o de “lo irreparable” (que viene a ser lo mismo), es
decir, que hay cosas que son irreparables.
Esta noción de valor inestimable, o que no tiene precio, ha sido desterrada
– no sé si definitivamente – por la mentalidad economicista, o por el
totalitarismo capitalista, el cual no soporta que haya cosas que no tengan
precio, que no se puedan monetizar, que queden fuera del circuito mercantil. (La
hedionda psicología de la autoestima, de la autorrealización y de la “positive attitude” (si es que no es lo
mismo que la mentalidad economicista), el repugnante y baboso amor del triunfo,
también ha puesto su parte en esta destrucción).
Pero ahora los nietos de las
víctimas de la guerra civil, que (aunque cada día que pasa se crean o se finjan
más víctimas) precisamente no sufrieron como sus padres el dolor de los
crímenes de los que hablan, y que han sido manipulados
y convencidos de que una reparación es posible y exigible, piden
naturalmente que se busquen las fosas comunes y los restos de los pedazos de
huesos, ya no cuarenta sino setenta años después. Y la izquierda, es decir la
autodenominada izquierda, que son “los buenos”, es decir que se autodenomina
“los buenos”, ha encontrado ¡por fin! un filón para poder diferenciarse en algo
de la derecha, que son por supuesto “los malos”, puesto que son “los herederos
biológicos o ideológicos” (como dice Vicenç Navarro y piensan muchos otros) del
franquismo o incluso del fascismo. (Que se le pueda reprochar a alguien el ser heredero biológico, o sea, ser hijo de
alguien, es una de las cosas más gordas que he oído en muchos años. Los
hermanos Ferlosio, por ejemplo, por muchas pruebas de anti-franquismo y de
izquierdismo que hayan dado en sus vidas [y ya no hablo del mío, que debe de ser una malísima
persona, sino del pequeño, Chicho, y del mayor, Miguel, que estuvieron en la
cárcel, cosa que ya casi ninguno de éstos puede decir], serán de todas maneras,
según Navarro, culpables, inexpiablemente
culpables de ser hijos de Sánchez Mazas que fue cofundador de Falange y
durante unos meses ministro sin cartera en el primer gobierno de Franco. Y así
tantos otros. Pero esto es tan enorme que yo creo que ni siquiera Navarro, que
lo ha escrito, puede pensarlo seriamente).
En cuanto a lo de “herederos ideológicos”, esta chorrada sí se la
creen muchos. Me parece que es lo que Gustavo Bueno llama “El mito de la
derecha”, es decir: pensar que la ideología actual del PP (de Rajoy, de Rato,
de Esperanza Aguirre, de Ruiz Gallardón) tiene algo que ver con el franquismo,
o el fascismo, como si fueran lo mismo (porque, ya puestos, ¿para qué hacer
distinciones?, que aquí somos todos de barrio, que no parezca que somos unos
blandos y unos delicados y que nos la cogemos con papel de fumar… ¡a qué andar
distinguiendo entre fascismo, franquismo y PP! ¡Pero qué más dará Rajoy y Rato
que Göring y Goebbels! ¡o para qué distinguir entre Adolfo Suárez y Adolfo
Hitler!).
A mí, en un primer momento, calificar a nuestra transición de
“modélica” (como dices que no te parece que lo fuera) me parecería un poco
exagerado y sobre todo inapropiado, especialmente si con ese adjetivo se la
quiere presentar como un ejemplo que los demás deberían seguir (son, por
cierto, los demás los que así la han considerado cuando, en los años ochenta y
noventa, “actores” y comentaristas de las transiciones tanto de las dictaduras
latinoamericanas como de las de los países de Europa central y oriental solían
citar el caso español precisamente como un modelo en el que intentaban inspirarse).
Menos aún si con “modélica” se quiere dar a entender que fue perfecta e
irreprochable, puesto que ya de antemano se puede tener por seguro que (salvo
tal vez en los sueños que sueña Zapatero) nada humano es perfecto e
irreprochable, ya que entre los seres humanos predomina el vicio sobre la
virtud, la estupidez sobre la inteligencia y, en general, la maldad sobre la
bondad.
Pero dentro de estos lúgubres márgenes, yo me pregunto: ¿qué otro país
ha pasado de una dictadura tan injusta, autoritaria y larga como lo fue la
franquista, precedida de una guerra tan cruel como lo fue la Guerra Civil, a un
régimen democrático totalmente homologable, no con ningún modelo teórico, sino con
los modelos europeos realmente existentes? Y, por lo poco que yo conozco de
otros países comparables, la respuesta es que ningún otro país ha conseguido
algo semejante. Eso por comparar el caso español con otros países. Y luego me
pregunto: dentro de los mil, o tal vez mil trescientos años de historia de
España, ¿en qué otro momento de esta triste historia se ha vivido en nuestro
país una época de mayor prosperidad
(a pesar de que para mí el desarrollo económico no es ni mucho menos lo más
importante, sólo lo digo pensando en aquellos, que son hoy la mayoría, para
quienes el desarrollo económico es casi lo único que cuenta)? Y la respuesta es
que jamás de los jamases, hasta el punto de que es la primera vez en su historia,
verdaderamente la primera (sí, sí, incluso en el Siglo de Oro, cuando era
políticamente hegemónica y militarmente casi invencible, España económicamente
no es que fuera pobre, es que era miserable, muchísimo más que Francia o
incluso que Italia y casi tanto como la Inglaterra o la Alemania de la época),
en que se podría decir sin mentir que España ya no es un país pobre como lo ha
sido siempre. En 2006 se llegó a decir que el PIB per cápita español había
alcanzado el de Italia, y hoy la cosa está tan mal que (desde el punto de vista
del PIB per cápita, valga lo que valga semejante noción, que no es mucho)
empezamos acercarnos a 2006…
Todo este inaudito desarrollo económico (en lo que pueda tener de
bueno y por muy poco que a mí me convenza) habría sido impensable sin la Transición
y sin la confianza que a propios y a extraños supieron inspirar quienes la
impulsaron, el Jefe del Estado – el mejor que ha tenido jamás
España – y los dos o tres primeros Jefes de Gobierno.
Finalmente, el invento este de la Memoria
Histórica también es una moda y una cosa de famosos: Almodóvar, los Bardem,
Almudena Grandes, Manolo Rivas y todos los demás intelectuales orgánicos de El País, ¿dónde han estado durante estos
treinta años? ¿Por qué no se han acordado de las víctimas un poquito antes? Pues
porque sólo ahora ha comprendido que al PSOE y a El País no les basta con Aznar y Aguirre y sus propias fechorías,
hace falta que Aznar y todos los suyos sean unos franquistas, unos fascistas y
unos nazis. Y es que es “muy bonito”, quiero decir muy cómodo, que haya “buenos”
y “malos”, y curiosamente durante todo este tiempo casi se les había olvidado
que aquí tenemos la Guerra Civil y que para que haya buenos y malos no hay nada
como “nuestra castiza” (como diría Krahe) Guerra Civil, especialmente si lo que
de verdad ocurrió en ella (…la historia de los historiadores) nos importa un
pimiento y sólo queremos utilizarla para sentir
lo buenos que somos denunciando lo malos que son los demás.
Un ejemplo reciente y particularmente asqueroso de esto último es la increíble
movida en torno a la búsqueda de los restos de Lorca. Habida cuenta de la
imprecisión del testimonio de uno que había oído hablar a uno que decía que
conoció a quien los mató, cualquiera con dos dedos de frente sabía que la
probabilidad de encontrar los dichosos huesos era mínima. ¿Por qué entonces, se
preguntaría uno, todo ese espectáculo, toda esa movida, todo ese inútil
movimiento de tierras…? No tan inútil. Y es que todo el mal, toda la maldad del
“crimen de Granada” revierte ahora como bien,
como bondad, sobre los que, desde
jueces hasta periodistas y falsos, falsísimos amigos del poeta, bajo el disparador de los fotógrafos, se ponen guapos disponiéndose a desenterrar, o a
hacer como que desentierran, o siquiera como que buscan al poeta mártir (en
contra, por cierto, del mucho más digno parecer de sus herederos, que nadie ha
atendido si no es para acusarlos de falta de cooperación o de sentido del
sacrificio, si no de cosas peores). Y es que así de fácil es aparecer como
bueno: basta con retratarse, por así
decir, al lado del malo, un malo que
ya no muerde (por ejemplo, los que asesinaron hace setenta y cinco años al
poeta mártir), diciendo e insistiendo en lo malo malísimo que es ese malo, como
si los demás no lo supiéramos ya desde el día que siguió al crimen, pero los
demás fingimos que todavía no lo sabemos bien, porque así algo nos llega
también a nosotros del bien y de la bondad que automáticamente revierte
sobre el autorretratado. Por eso, aunque no se hayan encontrado los restos, que
no era el verdadero objetivo de toda ese tinglado, todo el bien está hecho: ha quedado bien claro y a la luz de los focos
quiénes son los malos (¡ellos!) y
quiénes somos los buenos
(¡nosotros!).
Sur la Colline, 15-27 de enero de 2011.